Cuando Europa olvida sus intereses y aplaude al amo: el ridículo de sus líderes en la Casa Blanca

La reunión de Donald Trump con los líderes europeos puede compararse con una representación teatral, en la que ellos eligieron papeles secundarios y adularon al presidente de EE.UU., olvidando sus propios intereses, opina el analista ruso Fiódor Lukiánov.

El encuentro de Donald Trump con los líderes europeos en la Casa Blanca fue un espectáculo extraordinariamente vistoso, que puede considerarse precisamente desde el punto de vista teatral: quién actuó en qué papel y hasta qué punto cumplió con el rol elegido. Pero eso es el decorado. Si tratamos de extraer el contenido principal, resulta que no está relacionado con la crisis ucraniana.

Los intentos de resolverla continúan, y todavía resulta difícil decir en qué desembocarán. Pero está claro que serán los países no europeos quienes determinen la configuración final. En cambio, el carácter de las relaciones dentro de la comunidad occidental se manifestó en este evento en toda su plenitud. Y ese es el resultado más importante desde el punto de vista de la evaluación de las perspectivas políticas generales.

Por supuesto, hay que hacer una corrección teniendo en cuenta la personalidad del ‘papá’, pero eso no cambia la esencia. Europa se ve obligada a maniobrar de la forma más sofisticada para no deteriorar sus relaciones con Estados Unidos, porque el Viejo Continente de repente percibió su alto grado de dependencia del Nuevo. Tanto estratégica, como política y económicamente. Dicho de manera sencilla, sin Estados Unidos, Europa puede muy poco, incluso en asuntos que afectan directamente a sus propios intereses.

Todo esto no ocurrió ahora ni de manera repentina. La fase cuya culminación estamos observando comenzó, curiosamente, con el predecesor de Trump, Joe Biden. Fue él quien en realidad impuso a Europa la principal carga del conflicto con Rusia: en menor medida, financiera, pero en mucha mayor medida, política y macroeconómica.

Esto estuvo acompañado, claro está, de declaraciones emotivas sobre una solidaridad transatlántica sin precedentes, sobre que, precisamente ahora, la cooperación había superado el declive y alcanzado un nuevo nivel. En la práctica, sin embargo, se trataba de trasladar beneficios económicos hacia EE.UU. y de traspasar los costos al Viejo Continente.

Con Trump, este proceso pasó de ser latente a volverse abierto e incluso demostrativo. Las peculiaridades de carácter del actual inquilino de la Casa Blanca juegan su papel, pero más bien en las formas externas que en la esencia. Trump no oculta que Europa le interesa únicamente como instrumento para resolver ciertos problemas, ante todo, como un instrumento financiero que libera a Estados Unidos de cargas de gasto.

Según Trump, Europa tiene también algunas funciones útiles adicionales. Por ejemplo, al parecer, se le confiará el aspecto técnico de la asistencia a Ucrania que se necesitará después de alcanzarse un arreglo. Pero Europa no es vista como un socio cuya posición haya que tomar en cuenta si difiere de la estadounidense. El curso de las negociaciones sobre el acuerdo comercial hace unas semanas y el compromiso alcanzado son prueba de ello.

Europa ha optado por una táctica de halago desmedido, dentro del cual trata de introducir con cautela sus desacuerdos y propuestas. La eficacia de ese enfoque parece dudosa. Trump acepta gustoso los elogios, pues los interpreta como la constatación de lo obvio, es decir, de sus propias virtudes. Y actúa, naturalmente, a su manera: «Si tanto me admiran, significa que lo estoy haciendo todo bien, ¡únete! Y sigue admirándome».

Podría pensarse que Europa está en la misma situación que los demás interlocutores de EE.UU., pero no. De entre los aliados, Canadá adoptó una posición bastante firme con su nuevo primer ministro y Trump frenó sus ataques.

Y fuera de la comunidad atlántica, la situación es muy distinta. La presión sobre grandes países no occidentales (China, India, Brasil, Sudáfrica; las razones son diferentes, pero las medidas similares) no logró doblegarlos. Nadie quiere entrar en conflicto, pero los gobiernos de estos países consideran inaceptable ceder abiertamente al chantaje. Así que Europa es, sin duda, la campeona en la disposición a adaptarse al hermano mayor.

Sí, los europeos ahora se consuelan pensando que todo depende de una personalidad concreta, que, una vez cambie el inquilino de la Casa Blanca, las cosas mejorarán. Desde luego, es poco probable que veamos pronto a un presidente estadounidense tan pintoresco como Trump (aunque la política mundial es caprichosa), pero mayor será la decepción europea cuando descubran que los siguientes líderes estadounidenses (incluso los demócratas), aunque modifiquen el estilo, mantendrán intacta la esencia de las relaciones.

Durante un cuarto de siglo, desde la presidencia de George W. Bush, Europa ha hecho grandes esfuerzos para no percibir el rumbo estratégico de Washington: alejarse poco a poco del aliado atlántico para dirigirse hacia otros objetivos. Y ese rumbo fue bastante coherente, independientemente de quién estuviera al mando en la Casa Blanca. Después de Trump, este proceso continuará. Y, dada la altísima disposición a la sumisión que muestran ahora los representantes de la UE, los próximos presidentes esperarán lo mismo.

Una cuestión aparte, interesante, es cómo Moscú construirá después relaciones con una Europa así, si es que alguna vez llega a construirlas. Al fin y al cabo, los periodos más productivos de las relaciones ruso-europeas estuvieron vinculados a tiempos en los que el Viejo Continente era consciente de sus propios intereses, los perseguía y era capaz, al menos en parte, de protegerlos de la presión externa, incluida la estadounidense.

Así, a principios de la década de 1980, cuando el diálogo soviético-estadounidense se volvió extremadamente frío, los aliados europeos de EE.UU. lograron que Reagan no obstaculizara la realización de sus grandes proyectos energéticos conjuntos con la URSS. Porque a los europeos mismos les resultaban necesarios y rentables.

Ahora el problema no es que Europa siga exclusivamente la estela estadounidense, es que Europa no es capaz de formular en qué consiste su propio beneficio y, por ello, ya sea consciente o instintivamente, se aferra a Estados Unidos. Y Estados Unidos actúa únicamente en función de sus intereses, viendo a Europa en parte como una competidora y en parte como una fuente de recursos que deben ser extraídos.

En qué podría consistir la esencia de la interacción de Rusia con una Europa así es algo poco claro. Pero, en cualquier caso, es una cuestión hipotética y de un futuro bastante lejano. Por ahora, el problema puede desembocar en la aparición en el Viejo Continente de una grave neurosis sociopolítica, lo que, como muestra la historia, puede ser peligroso tanto para la propia Europa como para sus vecinos.

 

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