Contraofensiva. Ha pasado el verano y el curso de la guerra en Ucrania sigue a merced de un péndulo de simbólicas victorias militares y de operaciones de desestabilización y desmoralización. Han llegado los nuevos apoyos militares que Bruselas y Washington prometieron a Volodímir Zelenski, pero la anunciada contraofensiva del buen tiempo, que tenía que determinar los futuros escenarios del conflicto, no rompió el enrocamiento. Esta nueva fase viene marcada ahora por un “juego de drones” (como lo ha llamado el semanario The Economist), que ha sumado un nuevo frente psicológico transfronterizo en la embarrada guerra de trincheras.
El cansancio y la decepción van calando en las filas ucranianas. También hay temores reforzados entre los círculos de poder del putinismo, que han visto en primera fila cuál es el precio de la traición al presidente. Con Wagner debilitado y descabezado, Vladimir Putin se apunta un nuevo golpe de fuerza político-militar, pero también, inevitablemente, alimenta un nuevo interrogante sobre cuál es el estado anímico de una sociedad civil que nota los costes de la guerra y que, el pasado mes de junio, siguió con expectación el avance de las fuerzas de Yevgueni Prigozhin hacia Moscú.
Mediación. 500 días después de la invasión rusa en Ucrania, la guerra ya ha causado, según cálculos de la administración estadounidense, cerca de medio millón de víctimas, con la muerte, al menos, de unos 120.000 soldados rusos y 70.000 ucranianos. Una sangría que se alarga en el tiempo mientras la diplomacia sigue siendo la gran ausente de los titulares del conflicto. Pero ha habido movimientos. Propuestas o discusiones promovidas desde Brasil, China, Arabia Saudí o Turquía, con su diplomacia del cereal, mientras la seguridad alimentaria sigue colgando del hilo de la voluntad de Vladímir Putin.
Incluso Indonesia y la Unión Africana –con el envío de un grupo de alto nivel, que incluía a cinco líderes africanos, a Kiev y Moscú– han intentado mediar en el conflicto.
Este verano, un colaborador directo del secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, llegó a sugerir la posibilidad de que Ucrania renunciara a recuperar Crimea y el Donbás a cambio de una futura entrada en la Alianza Atlántica. En cuestión de horas la propuesta se tradujo en una disculpa, pero más de un experto ha interpretado que esta es una de las posibles salidas que se barajan desde Washington. Según Chatham House, la administración Biden trabaja con la idea de que la guerra podría alargarse hasta el 2025.
Liderazgos. La credibilidad global de la Unión Europea y los Estados Unidos no se juega solo en el frente militar ucraniano sino también en su capacidad de ser un actor relevante en los esfuerzos diplomáticos para el fin del conflicto. Pero el calendario político occidental es tan incierto como los escenarios inmediatos de la guerra en los que ejercen de indispensables actores externos. Durante el 2024 tiene que haber elecciones en Ucrania, Rusia, Estados Unidos (que ha suministrado el 70% de la ayuda militar que han recibido hasta ahora las fuerzas de Zelenski) y la Unión Europea. El centro de gravedad político y económico global se desplaza, y los principales poderes implicados en la guerra de Ucrania deben someter su liderazgo a las urnas –unos con mayor riesgo de descalabro electoral que otros.
Pero también en 2024, los BRICS, ampliados, pasarán a representar el 46% de la población mundial y más del 36% del PIB global. Con la entrada de Arabia Saudí, primer productor de crudo del mundo, y de otras potencias petroleras como Emiratos Árabes e Irán, aumentará además su poder sobre el suministro mundial de petróleo. Existe una aceleración geopolítica global, que avanza y se reorganiza más allá de los intereses en juego en Ucrania, mientras la guerra sigue enquistada y el apoyo de Washington y Bruselas se prepara para un inevitable examen político interno.