La civilización occidental: del ocio al vicio

 

¿Por qué el modelo de la civilización occidental no tiene futuro? Porque todo lo convierte en ‘fast food’, ya sea alimentos, cultura, historia o las mismas relaciones humanas… El cómic es un ‘fast food’ del libro, un tour es un ‘fast food’ del viaje, el sexo es el ‘fast food’ del amor… Criticando el igualitarismo soviético provinciano, el capital financiero está reventando al mundo bajo la aplanadora despersonalizadora y castradora de la globalización. Y como el preferido desde la infancia ‘fast food’ alimenticio al fin y al cabo lleva a la indigestión estomacal, los otros ‘fast food’ generan las indigestiones de la mente y del corazón, por eso alrededor crecen la locura y la violencia. Este mundo moribundo encandila a los televidentes con su última sonrisa de dentadura resplandeciente.

El mundo occidental siempre planteó una necesidad del crecimiento económico como el principal objetivo de su civilización. Se nos enseñaba que el fin de las tecnologías era facilitar la vida de los seres humanos. También se suponía que el crecimiento del bienestar material junto con el progreso técnico debería llevar la sociedad a la felicidad y al enaltecimiento moral, hasta el esfuerzo laboral se reivindicó como el principal camino para lograr más recursos materiales. Por lo tanto, la mejora del ingreso del individuo se veía como principal garantía para el éxito en la vida. Hasta cierto punto, mirando la vida desde una perspectiva muy local y convencional, esto podía ser así.

Los valores de la armonía con los demás seres humanos y la naturaleza, tal vez se sobrentendían, pero dentro de este tipo del desarrollo simplemente no podían ser tomados en cuenta desde la lógica de la competencia de todos contra todos.

En esta comprensión del ‘progreso’, muy representativo para el Occidente, el ocio y cualquier placer contemplativo filosófico y no productivo estaba mal visto, como una pérdida de tiempo o una distracción de las cosas importantes, materiales. Una vez vi en Chile un grafiti que decía «Chile no piensa, Chile produce», y creo que es una de las mejores definiciones de este sinsentido civilizatorio actual, hecho en un país que la prensa desde hace décadas convirtió en un ejemplo de las reformas exitosas para el resto del mundo. Chile, con su tan publicitado y tan cuestionable éxito económico llegó a ser el país con más problemas siquiátricos, depresión y suicidios per cápita en América Latina, hasta reventar en un estallido social en octubre de 2019.

Hablando del modelo neoliberal, como la base del mundo occidental moderno, es importantísimo recordar que se trata no solo de la economía, es todo un estilo de vida, que inevitablemente implica aspectos culturales, espirituales, sicológicos, sociales, políticos e ideológicos. Si el capitalismo clásico para su desarrollo se basaba en el poder de los capitales de las élites económicas de cada país, las que automáticamente se convertían en las jerarquías políticas y definían un equilibrio entre la producción, explotación y el bienestar de sus poblaciones, de quienes necesitaban para su crecimiento económico y el voto político para reafirmar la legitimidad de su poder, lo que sucede ahora es muy diferente.

Las élites que hoy pretenden gobernar el mundo ya no son nacionales, y en vez de representar un capital productivo, que en el siglo pasado aseguraba un desarrollo socialmente injusto, pero después de todo, algún tipo del desarrollo, estas no producen nada, son resultado de las especulaciones financieras y ya no pretenden a explotar a nadie; la mayoría de los seres humanos les sobran como una carga social para cada vez más raquíticos presupuestos de los estados nacionales, que en realidad desde hace tiempo son sucursales de una empresa planetaria, donde los gobiernos de países son gerentes locales teledirigidos vía campañas de marketing, organismos financieros internacionales y las sanciones.

Para el capitalismo tradicional el ocio era un privilegio para las clases sociales dominantes y una imperdonable «distracción de lo importante» para las mayorías que tenían que producir. La comida chatarra nació en los 50 en Estados Unidos como una forma de satisfacer las necesidades alimentarias de los trabajadores en plena producción, que no podían perder tiempo en el ocio gastronómico, disfrutando los platos y compartiendo o poniéndose nostálgicos con las tradiciones culinarias de sus países de origen. Así la cultura se transforma en un trámite. En el teatro, cine, televisión y la música aparecen los mismos sucedáneos para todo tipo de necesidades, que convierten en un entretenimiento fácil y liviano todos los espacios del crecimiento cultural y humano, que ya sirven solo para llenar el vacío entre los procesos productivos.

La cultura de verdad sigue existiendo, pero cada vez más para las élites más reducidas, ya que las masas distraídas entre el pan y circo ahora no tienen esta necesidad.

Si nos acordamos de los países socialistas, veremos absolutamente otra lógica: la cultura nunca fue sinónimo de entretenimiento; se pretendía poner el arte más alto de la historia de la humanidad al alcance de todo el mundo y educar en la gente común el espíritu creador y artístico. Se supone que en Occidente no existía la censura del Estado, la que sobraba en los países socialistas y de la que se habló tanto. Si hoy revisaríamos los resultados, los mejores libros, obras de teatro y películas fueron creadas en la Unión Soviética, en las épocas cuando según la prensa de hoy, «por el férreo control estatal no se podía crear nada». Y así con todo.

Ahora estamos bastante peor. Como del capitalismo productivo el mundo pasó al capitalismo monopólico especulativo, el virus de la lumpenización, ampliamente difundido por sus medios, contagió a todas las clases sociales sin distinción. A pesar de una enorme diferencia entre los poderes adquisitivos de los grupos sociales más postergados del tercer mundo y las élites de los países más ricos, la globalización neoliberal, por sus redes sociales que desde hace tiempo reemplazaron las pantallas de televisión por obsoletas, sirve a su espíritu la misma cultura chatarra, que igual que los capitales no reconoce fronteras, culturas ni las noblezas, por fin democratizando el mundo en su miseria.

Si durante el capitalismo anterior el ocio era peligroso para los pueblos porque la gente culturizándose podía de repente despertar, dejar de votar por los de siempre dentro del circo democrático establecido desde arriba y cambiar de sistema, ahora este peligro, al parecer, ya no existe más.

Las pantallas de retina producen las imágenes más nítidas que la realidad, igual que las películas porno generan las falsas y tergiversadas expectativas para las relaciones reales. El ocio que antes podía ser peligroso para el poder, ya que abría caminos para la humanización de la plebe, ahora la une con las élites en el vicio, donde la imaginación ya no nos sirve más, donde las drogas químicas se mezclan con las drogas culturales, visuales y musicales generando nuestra total adicción a ciertas luces, vibraciones y otros estímulos, que nos tienen preparados para seguir su macabro experimento.

Si antes podíamos hablar de una cultura decadente, hoy sería más preciso definirlo como la decadencia como cultura.

 

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