Por lo general, los que hacen historia, no siempre son recordados por la historia. Sin embargo, son ellos, los que se constituyen en pueblo, los que inspiran revoluciones; héroes anónimos que hacen de su humanidad ejemplo, son ellos los que encarnan la necesidad de un mundo más justo y digno, por eso, el primer deber revolucionario es no olvidarlos.
A esos héroes y mártires, a los de Senkata, Sacaba, Yapacaní, Betanzos, Montero, Pedregal, y muchos más (que la contabilidad burocrática nunca registra), debemos hoy, esta nueva oportunidad de cambiar el mundo, nuestro mundo.
Nos ofrendaron sus vidas para vivir en nuestra memoria, tal vez no de modo consciente (pudimos haber sido nosotros), pero fueron esas vidas las que cobró el enemigo y su sed de muerte y venganza.
Por lo general, lo que se suele hacer es dedicarles el minuto de silencio, pero el silencio ya no nos basta, hay que hablar, hablar de nuestros muertos, para no olvidarles, para que estén siempre en nuestra memoria, para que no mueran otra vez en el olvido. Es hora que digamos: ¡Amukim, nunca más!
Quisiera dedicar estas palabras a las víctimas, mujeres y hombres, niños, ancianos, del genocidio que desató el golpe y la dictadura que nos impusieron en noviembre del año pasado. También en memoria de Orlando Gutiérrez, líder minero que, en algunas de sus palabras, resumió la contradicción que ahora también debemos superar, cuando decía que lo curioso era que muchos “pititas” eran precisamente hijos de ministros del “gobierno del cambio”, de los llamados “q’aras”, que empezaron a asaltar ámbitos de decisión, sin comprender el proyecto plurinacional que el pueblo se había propuesto. Los seguimos teniendo hoy, incrustándose hábilmente en el nuevo gobierno, al amparo de la anterior cúpula, que se autoproclama “socialista” para desdeñar toda crítica.
Pero ojo, “q’ara” no es aquél de tez blanca (de eso nos puede enseñar mucho el hermano David Choquehuanca), porque el problema no es el color fenotípico sino –algo que también se dio cuenta Fausto Reynaga– el color de la razón, el color de los pensamientos. Para que aprendamos, la razón no es neutra, tiene color. Franz Fanon lo expresa de esta manera: se puede tener piel negra y, sin embargo, autonegarse bajo máscaras blancas. Puedo llamarme indígena, pachamámico, hasta katarista, pero si pienso de modo “q’ara”, entonces mi autocontradicción sólo me llevará a la defección, porque la dominación es también una forma de pensar (como denuncia la hermana Patricia Chávez, a los nuevos intelectuales “q’amiristas”, los que festejan el empoderamiento económico aymara, homologando al “q’amiri” con el burgués capitalista, replicando una infame explotación hacia sus propios hermanos y hermanas, ahora justificada por esta intelectualidad que se dice aymara; estos producen sin saberlo, lo que llamamos, capitulación epistémica: ceden nuestros conceptos y categorías a la academia de los doctorcitos de la “ciudad letrada”, para que luego nos devuelvan, con sorna, una normalización teórica de nuestras perspectivas, para decirnos que no hay novedad, que lo nuestro es lo mismo, que somos tan dominadores y explotadores que ellos).
Pero esta reflexión no es para escarmentar culpables sino para que tomemos consciencia de los límites históricos y teóricos de las perspectivas que ya han sido superadas por los hechos, y ya no pueden dar razón de la crisis civilizatoria en que se debate el siglo XXI. Por eso nos urge estar a la altura del desafío que nos plantean los retos que debemos enfrentar como humanidad, en este necesario transito civilizatorio; para ser de nuevo luz para la humanidad, debemos poder inteligir de mejor modo, en qué consiste ese horizonte de sentido político-histórico que hemos denominado el “vivir bien”.
Porque mucha gente que se adhiere al proyecto, puede creer en el indio, pero como individuo, a quien le imponen como proyecto único de vida, el “modernizarse”, para que haga del desarrollo y el progreso, su razón de existencia; es decir, bajo máscara “socialista”, consagrar el horizonte de creencias, prejuicios y valores del propio capitalismo, como el único posible. Esa confusión es la que no puede superar la izquierda eurocéntrica, que ve como único proyecto válido, el mismo que nos dominó por cinco siglos.
Porque decíamos, una cosa es creer en el indio y otra, distinta, es creer en lo que cree el indio. A modo de ejemplo, quien proyecta una reforma educativa, como la “Avelino Siñani”, pero tiene a sus hijos inscritos en colegios privados, que más parecen extranjeros, es porque, en definitiva, no cree en la reforma que promueve (y es curioso, cómo gran cantidad de izquierdistas, dedicaron todo su trabajo y esfuerzos para educar a sus hijos en colegios privados, hasta en el extranjero; y el resultado, ¿cuál fue?, la derechización de sus hijos).
Uno puede, de boca para afuera, ser indianista, hasta devoto de la coca, pero cuando, por ejemplo, sufre de alguna enfermedad, ya no acude a la coca, ¿dónde acude?; no va donde el yatiri, la amauta o el callahuaya, va al médico, o sea, en el fondo cree en una medicina que se ha vuelto negocio y tiene toda una industria farmacéutica cuyo fin ya no es curar sino enfermar. Y en la “plandemia” demostramos, como pueblo, que fueron nuestras yerbas y plantas medicinales las que nos curaron; pues mientras la gente se moría en los hospitales, fue en nuestras casas, a base de tratamientos tradicionales y alternativos, que nuestro pueblo alcanzó lo que se llama la “inmunidad colectiva” (mientras los sistemas de salud, los hospitales, clínicas, médicos, seguían ciegamente protocolos mundiales que jamás habían tomado en cuenta realidades como la nuestra).
En la economía, la política, la ciencia, en la medicina, lo que emerge como novedad civilizatoria de la cultura de la vida, no es persistir en el proyecto moderno-capitalista (creer que la modernidad es diferente del capitalismo es ya, a esta alturas, una ingenuidad inexcusable) sino, de modo crítico, trascender ese paradigma y proponernos la forma de vida que expone una resignificación de la vida, en cuanto “vivir bien”, como su actualización ante los retos a los cuales nos ha arrojado la crisis que ha provocado la propia modernidad.
Una crítica al capitalismo (o a la medicina convertida en negocio, por ejemplo) es incompleta si no se hace la crítica al germen mismo, cultural y civilizatorio, desde donde se produce una economía de la muerte como es el capitalismo. Si no hacemos un diagnóstico adecuado de aquello en lo que consiste el tipo de mundo que se ha impuesto desde 1492, difícilmente podremos hacer un diagnóstico de la crisis civilizatoria actual y el probable liderazgo que podríamos constituir, a nivel mundial, desde ese nuevo horizonte de vida que nos legaron nuestros ancestros. En el tema que nos congrega hoy, pensar una democracia para la vida, también precisa de ese diagnóstico.
Porque no es sólo el golpe de Estado que sufrimos el año pasado sino también el Estado de sitio global impuesto vía cuarentena, lo que ha puesto definitivamente en crisis, la democracia que enarbola los valores liberales-modernos y que promueven los poderes fácticos y toda la institucionalidad mundial.
Por etimología sabemos que se trata del gobierno del pueblo, pero, en los hechos, ninguna democracia (y menos las auspiciadas por el llamado “mundo libre”) es exponente de la voluntad popular hecha directriz nacional. Por el contrario, todos aquellos llamados “regímenes populistas”, donde se pretendería –aunque sea demagógicamente– exaltar el poder popular, son catalogados de “antidemócratas” y, por consiguiente, señalados mediáticamente como “autoritarios” y “dictatoriales”.
Es decir, la medida de la democracia parece no ser tan democrática; pues si, por un lado, todos los ideales democráticos no se discuten, cuando tratan de ser implementados o puestos en ejecución, entonces resulta que la democracia está en peligro; y ese es el relato difundido en todos los países donde se amplifica la democracia; constatando que, no sólo hay un desfase entre las expectativas democráticas y la facticidad política, sino que se trata de algo mucho más preocupante.
La idea misma de democracia que expone, no sólo la opinión pública sino hasta el mundo académico y político, es sólo una forma aparente que resiste y aguanta todo, un concepto vacío que sirve para todo y nada; si incluso el fascismo puede enarbolar convenientemente sus postulados, entonces es el concepto mismo el que sufre de una ambigüedad que no es sino el reflejo de la pérdida de sentido de realidad, de un mundo que ha entrado en crisis y, con él, todos sus principios y valores.
En ese sentido, cuando nos referimos a la crisis civilizatoria, no nos referimos sólo a conflictos sistémicos multiplicados sino a un colapso existencial que la civilización moderno-occidental expone como los límites mismos de su pretensión de dominación exponencial, es decir, infinita e ilimitada. Por eso la crisis civilizatoria que vivimos puede expresarse como una rebelión de los límites mismos de la vida. En ese sentido, una crisis existencial globalizada, sería la evidencia fáctica de la incompatibilidad entre la vida y el tipo de mundo que ha constituido y expandido la modernidad. Por eso se trata de una crisis terminal, porque si bien todo indica que la decadencia de este sistema-mundo y su diseño geopolítico centro-periferia es innegable, es la propia humanidad la que no sabe cómo renunciar a la forma de vida que sostiene a ese mundo y a esa geopolítica.
Por ejemplo: la mayoría de la gente comprendida como opinión pública mundial, que se conduele de la pobreza y la injusticia reinante, y quisiera colaborar con algo en esa situación; si se le sugiriese que son sus propias expectativas de vida, sus propias creencias, las que contribuyen a la producción de la miseria mundial, ciertamente darían la espalda a semejante sugerencia sin pensarlo dos veces, porque preferirían morir antes de reconsiderar objetivamente el sistema de creencias en el cual crecieron como individuos egocéntricos (ver Larken Rose: The most dangerous superstition).
Pero es ese sistema de creencias, precisamente, el que empieza a desplomarse junto al mundo que, como objetividad, es el reflejo de una subjetividad social, moderna, burguesa y capitalista que, aunque vea desmoronarse su mundo, sigue creyendo en él. Por eso se dice que el mundo es también un estado de consciencia. Si mi consciencia está en correspondencia, es decir, en sintonía y conexión con el mundo, entonces, ese mundo, aunque esté en crisis evidente, sigue en pie, porque yo le brindo el soporte energético que necesita para seguir existiendo. Toda la objetividad del mundo es producción subjetiva, es decir, un mundo no tiene sentido en sí mismo, sino para un sujeto, de modo que el impulso vital que precisa el mundo para seguir viviendo se lo brinda el sujeto.
Entonces podemos advertir que la crisis de un mundo es también y en mayor medida una crisis existencial que, en definitiva, se expresa porque la vida, el sentido mismo de la vida, es lo que ha entrado en crisis. Por eso lo que nace en Bolivia, como un nuevo horizonte político, ha interpelado de tal modo al mundo entero, que ha dirigido la atención del pensamiento más crítico al juicio, ya no sólo de hecho sino de realidad, que ha puesto las cosas en su lugar.
El suma qamaña, como horizonte de sentido, apunta precisamente a resaltar el dato vital que ha puesto al sistema-mundo en aprietos. Necesitamos, como humanidad, un nuevo sentido de la vida. Para que la vida siga siendo posible y, sobre todo, vivible, hay que resignificar el vivir mismo, esto es, ¿para qué vivimos?, ¿cuál es nuestro propósito en la vida?
La discusión política, así como la económica, hace rato que han dejado de lado estas interrogantes, no sólo porque ya se han desentendido de la vida sino porque expresan actualmente lo que son de inicio: un tipo de conocimiento que justifica y legitima una literal lógica de la muerte. Si el colapso medioambiental es la consecuencia de la civilización petrolera, el desplome de la confianza moral y social hacia la política es consecuencia también de esa misma civilización, que promueve una sociedad del progreso para beneficio exclusivo de los ricos del mundo y cuya política expresa a sus valores liberales y ahora neoliberales como los únicos posibles y deseables.
Así como el capitalismo necesita de individuos codiciosos, así también la política necesita de individuos egoístas, para impulsar la locomotora del progreso y el desarrollo. Por eso ahora, podemos evidenciar, a dónde nos iba a conducir ese tren que, mientras más acelera su motor, más muerte y destrucción provoca su producción de riqueza. Pero hemos naturalizado de tal forma esa lógica de muerte, que sólo deseamos “progresar”, “desarrollar” y “modernizarnos”, porque creemos que ello significa alcanzar bienestar y lograr la felicidad. Pero, ¿de qué sirve tener todo si nuestra vida ya no tiene sentido? Y eso, el sentido de la vida, es lo que está en juego en esta crisis mundial. Mientras hemos creído ingenuamente que los organismos mundiales, sus protocolos sanitarios y la ciencia moderna y sus “expertos”, agotan sus esfuerzos por el bien de la humanidad, déjenme contarles algo:
El laboratorio biológico chino de Wuhan (donde supuestamente aparece el covid-19, cuando ya en España y Francia se reportaron casos tempranos en sus geriátricos, y hasta en USA, en recintos militares) es propiedad de Glaxo (GlaxoSmithKline es una de las más grandes empresas farmacéuticas británicas), que es además propietaria de Pfizer (la compañía farmacéutica gringa productora de la vacuna anti-covid avalada por la OMS). Ahora bien, las finanzas de Pfizer son administradas por Black Rock (que junto a Vanguard Group, son los dos más grandes bancos de inversiones mundiales –por eso son llamados gigabancos– que controlan la mitad del mercado de acciones de Wall Street; los otros dos son Fidelity FMR y State Street Corp.). Black Rock controla a The Economist y al Financial Times y a los grandes consorcios de información mundial, como CNN; Black Rock administra también las finanzas de la fundación de George Soros, “Open Society” (quienes diseminan en Latinoamérica las ideas conspiracionistas de una “izquierda maligna”, el “monstruo del comunismo”, apuntando al Foro de Sao Paulo, el castro-chavismo, etc.), y también, Black Rock, es operador financiero de la multinacional francesa del negocio de seguros AXA, cuyo cliente es la empresa alemana Winterthur, que construyó el laboratorio de Wuhan, y fue comprado por la multinacional alemana de servicios financieros Allianz. Esta multinacional es una gran accionista de Vanguard y de Black Rock, quienes, ya dijimos, controlan, por mediación de Wall Street, los bancos centrales y administran ⅓ del capital de inversión global. Vanguard y Black Rock son grandes accionistas de Microsoft y de la “Fundación Bill y Melinda Gates”, que es, a su vez, accionista de Pfizer (la avalada para producir una vacuna obligatoria a nivel mundial, que sería el nuevo tipo de identificación mundial y, por supuesto, de un nuevo tipo de control) y actualmente es uno de los grandes patrocinadores de la OMS.
Si se dan cuenta, se cierra el círculo vicioso a la perfección: provocan una enfermedad viral de proporciones globales, para después venderle al mundo la supuesta cura. Pero no se trata del negocio del siglo, porque el negocio es otro y más siniestro. Ellos son sólo los beneficiarios de un plan que lo piensan otros. Todos ellos estaban en el “Evento 201”, simulacro de una pandemia global que fue realizado en New York, sospechosamente, un mes antes que se desatara ésta en Wuhan.
Se trata de un reseteo, a escala mundial, de todo el sistema económico global, para imponer un orden que beneficie sólo y exclusivamente al 1% de billonarios mundiales, y ha sido puesto en marcha con un ejercicio militar de disuasión estratégica, llamado “cuarentena”. El asunto es que la economía ya no puede crecer más; el capitalismo, como economía del crecimiento ha sobrepasado los límites reales de la vida, pero como se trata de una economía suicida que, como el cáncer, no puede dejar de crecer, no ve otra opción que despojarle definitivamente a la humanidad de todo lo que hace posible su vida. Al sistema ya no le interesa, ni la vida, ni la humanidad, por eso promueve la Inteligencia Artificial, el transhumanismo y un paradigma postindustrial.
En ese sentido, la cotización del agua en el mercado de valores es apenas el inicio de una política que, después de la cuarentena global, pretende imponerse como “solución final”. Para eso incluso están dispuestos al remate de los países centrales, de su estabilidad y bonanza, como lo que se perfila, como guerra civil intensiva, en la propia USA. Los ricos del mundo lo ven como un asunto de sobrevivencia: o ellos (los pobres del mundo) o nosotros (los ricos). Para la codicia y el egoísmo, hechos forma de vida, el mundo y la vida no se pueden compartir. Gandhi decía que “el mundo sobra y basta para todos, pero no para la codicia de algunos”.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Cómo este mundo, que ha pregonado los más grandes e irrenunciables valores humanos en su expansión, desde el 1492, nos ha conducido a esta encrucijada, a este laberinto sin aparente salida? ¿Cómo hemos podido aceptar y naturalizar un tipo de mundo sin alternativas y someternos al fatalismo imperial que nos ha hecho creer que sin el dólar no somos nada?
Hagamos historia. No la historia que nos han impuesto los vencedores, sino la historia olvidada, que es la que despierta en nuestros pueblos el desiderátum histórico de un mundo más digno, justo, libre y verdadero. ¿Dónde nace la dominación que sufrimos y por qué se oculta sutilmente en los grandes relatos, como es la democracia, que promueven los poderes fácticos para dominarnos cada vez de mejor modo?
En el discurso político, la constitución simbólica del enemigo, como lo deducido del desprecio aristocrático al pueblo, tiene larga data. Escuchen esto (y van a recordar a los golpistas): “¡Qué afortunada será la República si arroja a esta basura de la ciudad! ¿Hay algún crimen o maldad que él no haya tramado durante los últimos años? ¿Qué envenenador, qué gladiador, qué bandolero, que parricida, qué sicario, qué libertino, qué disoluto, qué adúltero, qué mujer infame, qué corruptor de la juventud, qué corrompido, qué perdido hay en toda Italia que no confiese haber vivido íntimamente con Catilina? ¿Qué asesinato se ha cometido en estos últimos años sin su participación?”. Se trata de las Catilinarias, de Marco Tulio Cicerón, el mismo homenajeado por la tradición política y diplomática occidental, por su célebre retórica que solía expresarse de este modo: “mi propósito es encontrar la verdad, no refutar a otro como si se tratara de un adversario”. Pero sólo era de boca para afuera, porque en los hechos, este Discurso contra Catilina retrata ese desprecio aristocrático republicano-romano hacia un dirigente campesino, cuyo único pecado había sido liderar un levantamiento popular.
Para desgracia del propio Cicerón, el aplastamiento de la revuelta campesina –que él mismo justifica– sólo traerá como resultado la disolución de la república y la entronización del Imperio. Ese desprecio aristocrático podemos rastrearlo hasta la propia Grecia, de donde dice la tradición moderno-occidental, procede la democracia.
En su propia etimología, el demos no es precisamente el pueblo como nos imaginamos; si los griegos hubiesen querido expresar al pueblo pueblo, podían haber usado el termino laos y no demos, porque demos se refiere a grupos con poder de negociación, es decir, grupos corporativos que, por ello, defendían intereses particulares y no, precisamente, el bien común. El demos griego lo constituían quienes podían ser admitidos en el ágora (que era un lugar sagrado donde se establecían los templos dedicados a los dioses) a tratar los asuntos políticos; allí sólo podían estar los varones libres y de ingresos solventes (no podían estar los campesinos, las clases bajas, los metecos, los hoplitas, las mujeres, y peor los esclavos). Por eso, por política, los griegos no entendían lo que hoy repiten como loros los cientistas políticos, aquello aludido a Aristóteles: el hombre como “animal político”. Aristóteles nunca dijo eso. Lo que dijo, en la Política, fue: “anthropoi phusei zoon politikon” (el hombre es un viviente que habita en la polis).
Polis es la ciudad griega. Aristóteles está diciendo que sólo es ser humano quien habita en la polis griega (para el estagirita, ni los chinos, ni los semitas y peor los europeos, podían ser considerados auténticos seres humanos). Este argumento es el que actualiza Gines de Sepúlveda, ya en 1550, para devaluar la humanidad del indio y justificar la guerra de conquista. De modo que estamos ante una tradición, la occidental, que parte de la devaluación e inferiorización del otro, del distinto, pero, además, del privilegio de la ciudad, como el lugar de la política, en desmedro del campo. Esta tradición es la que recepciona la modernidad y la lleva a sus últimas consecuencias. Porque el crónico abandono actual del campo no es algo natural, sino parte de una política que ya no se funda en el circuito simbiótico que establecen ser humano y naturaleza, y que siempre preservó y reprodujo el campo, como lugar de la producción y reproducción de la vida, sino su paulatina negación.
Esa tradición aristocrática, de desprecio popular, que nace en Grecia y la desarrolla la Roma republicana y después imperial (y después cristiano-imperial), es lo que ha de constituir el contenido político de los regímenes monárquicos de la Europa medieval; es decir, para decirlo en los términos de Túpac Katari: lo que trajeron los invasores europeos, no fueron tradiciones democráticas sino monárquicas.
Tampoco es atribuible a la historia europea la idea de libertad, porque no poseen una genealogía larga al respecto (la libertad personal es algo vagamente entendido por la mentalidad europea premoderna), es decir, la democracia igualitaria y la libertad, tal como las conocemos, le deben muy poco a Europa. En lengua, religión, costumbres, y ley positiva, el Imperio español es heredero de la Roma antigua, razón por la cual puede afirmarse que no trajeron nada parecido a una tradición democrática. Los Países Bajos e Inglaterra, los supuestos dos modelos de la democracia europea no eran sino regímenes monárquicos, hasta de votación clasificada exclusivamente masculina; los ingleses creen que el inicio de sus libertades civiles y democráticas se lo deben a la Carta Magna de 1215 del rey Juan, pero en esa llamada Gran Carta sólo se privilegia a la aristocracia que, de ser monarquía, pasará a ser oligarquía. En ninguno de los casos puede hablarse de democracia.
Y ante la acusación de que aztecas, mayas o incas, sacrificaban constantemente víctimas a sus dioses, es más una leyenda negra que se ha naturalizado en la cosmovisión moderna que se formaliza en su ideología por antonomasia: el eurocentrismo; porque si de sacrificios y genocidios hablamos, Hispania, el Sacro Imperio romano-germánico, la Francia, produjeron, con sus luchas monárquicas, la quema de brujas, las cruzadas, la Inquisición, etc., más sacrificios y genocidios, por siglos, que nunca son motivo de comparación con lo que supuestamente sucedía en el Nuevo Mundo. Ni la Roma Vaticana basaba su vida pública en instituciones democráticas. Entonces, reiteremos la pregunta, ¿de dónde viene la idea moderna de democracia?
El tema más recurrente en las crónicas del Nuevo Mundo, es el asombro señalado por la libertad personal (no individualista) de los indígenas; sobre todo aquella autonomía que mostraban respecto de sus gobernantes y de las altas jerarquías. Ante la mirada absorta de los colonizadores, la vida política indígena se desarrollaba sin liderazgos verticales ni instituciones coercitivas. Los relatos proto-antropológicos de Louis Armand de Lom d’Arce, barón de Lahontan, entre 1638 y 1694, refiriéndose a los hurones, dice: “nacen como hermanos, libres y unidos y uno es tan señor como el otro”. El barón de Lahontan no encuentra otra palabra para describir aquello que “anarquía”, para referirse a una forma de vida sin un poder coercitivo que imponga un orden. El etnógrafo jesuita François Lafitau compara a los mohawk con los griegos, para describir una vida política muy desarrollada, que asombró a estos tempranos cronistas que testimoniaron el primer contacto con los indios del norte y su posterior aniquilación. El mismo Jean-Jacques Rousseau es impactado por la pieza teatral “Arlequín sauvage”, que le serviría de inspiración para su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes), de 1754. El propio Michel de Montaigne en Des Cannibales suivi de des coches, de 1580, afirma que los indios “aparecen salvajes respecto a nuestras reglas de razón, así como nosotros lo somos ante sus propias reglas”, dando a entender que los llamados “salvajes” vivían mejor que los “civilizados” europeos (ver Jack Weatherford: Indian Givers).
Entre los padres fundadores de USA, Thomas Paine fue uno de los más importantes políticos radicales que, junto a otros, tomaron como modelo de organización democrática a los indígenas iroqueses. Parte a Europa en 1787 y allí redacta el libro que dará el nombre a la Ilustración europea: La edad de la razón, de 1794. Los hallazgos históricos actuales señalan ya que la presencia europea y hasta norteamericana, en las luchas de Amaru, Túpac Katari y los hermanos Katari, en el sur de la actual Bolivia, documenta y propaga en el viejo mundo la antorcha de la libertad indígena, como inspiración de, por ejemplo, la propia revolución francesa; lo mismo que el proceso emancipatorio de los negros de Haití, la primera nación de hombres negros libres del mundo moderno; es decir, son las ideas libertarias del mundo indígena y no al revés, las que encienden las banderas libertarias y democráticas de la propia Europa.
La revolución francesa le debe más a las luchas emancipatorias del Nuevo Mundo, que la creencia contraria, que la revolución francesa es la inspiración para nuestra independencia (la revolución francesa no sólo guillotina a su rey, también a François-Noël Babeuf, el líder obrero, a la feminista Olympe de Gouges y, como para reafirmar que los “derechos universales” sólo son para los blancos, ajustician también a Toussaint l’Overture, líder negro de la negra revolución haitiana). Es la defensa intransigente de los indios por la libertad, la independencia y una forma de vida democrática, su legado universal en toda la historia de sus luchas. Legado que nunca se atribuyeron como propio, pero que desarrollaron de un modo que jamás habrían podido desarrollar los europeos.
En 1760 el jefe ottawa Pontiac logró reunir a las naciones Anishinabe, Miami, Seneca, Lenape, Shawnee, Huron, y otros, en contra de los británicos. Pontiac decía: “sólo hay un propósito: exterminarnos; sólo una respuesta: la unión ante enemigo tan poderoso”; esta unión (que resiste la invasión inglesa por casi una década y demuestra que fueron siempre los indios el ejemplo que las independencias de las colonias continuaron) tomó el carácter de una confederación, similar a la primera democracia de América: la confederación de las naciones Onondaga, Oneida, Mohawk, Seneca y Cayuga (donde aparece una legislación envidiable aun hoy en día, de convivencia política en la diversidad y el respeto mutuo, en gran parte inspirada por aquel legendario líder Huron más conocido como “el Gran Pacificador”), la confederación de los Haudenosaunee o pueblos iroqueses (modelo que Benjamin Franklin propone como el modelo a seguir para la constitución futura de los “Estados Unidos de América”). Esta confederación es la primera experiencia de federalismo que se conoce y se basaba en una idea conocida por nosotros, la autodeterminación de los pueblos (que aquí fue instrumentalizada, por la oligarquía oriental, en los términos de una autonomía funcional a los grupos de poder local).
En ese sentido, podemos afirmar que, las nociones que el mundo moderno ha diseminado en cuanto idea democrática, basada en postulados igualitarios, división equilibrada de poderes (mucho antes que a Montesquieu se le “ocurriese”) y gobiernos federados, nacen de la influencia indígena entre 1607 y 1776. Son los indios iroqueses y algonquinos, en la posterior USA, los verdaderos “padres fundadores” que diseminan la idea de la libertad y también autores del primer nombre que tuvo la propia ONU: La “liga de las naciones” (hasta son los indios los verdaderos autores de la emblemática fiesta gringa del “Thanksgiving day”: para los indios wampanoag, “todo lo que tenemos es un regalo del Creador y por eso damos las gracias”; por eso el “Día de Acción de Gracias” era la base de toda su vida ceremonial: “compartir es una obligación, si no compartimos, ya no hay razón para que el Creador continúe regalando sus dones”).
Pero la mitología moderna, fundada ya en esa clasificación antropológica que había producido el racismo metafísico moderno, como una naturalización de las relaciones de dominación, biologizando las diferencias culturales e inventando el relato de que hay superiores por naturaleza e inferiores; no podía constituir a Europa y lo “blanco” en centro ontológico y geopolítico, concibiendo una reivindicación de sus víctimas, porque eso significaría la aceptación de lo perverso del proyecto moderno (sus víctimas no podían ser víctimas sino inferiores; para afirmar, de ese modo, la exclusiva superioridad blanco-moderno-europea).
La modernidad es un proyecto de dominación exponencial y eso significa la imposición mitológica e ideológica de su centralidad, es decir, hacer de su particularidad, un dogma universal. Esta visión provinciana de una Europa que siendo nada, antes de la conquista e invasión del Nuevo Mundo, y que, gracias al despojo continuo y sistemático de toda la riqueza nuestra, se constituye en poder mundial y referencia única de humanidad, es lo que constituye a su ideología matriz: el eurocentrismo (el éxodo cherokee, más conocido como el “camino de las lágrimas”, fue el éxodo obligado, en su propia tierra, de cientos de naciones indígenas, con excepción de aquellas que fueron exterminadas por el sólo hecho de amar su propia tierra; tarea que realizaron, del modo más diligente, aquellas “grandes” figuras que homenajea el país del norte, como George Washington, quien, en plena guerra contra los británicos, ordena al general John Sullivan la invasión de la próspera nación iroquesa y la expulsión de toda su gente, además de la destrucción de su capital: Onondaga; o Andrew Jackson, quien, como antes William Henry Harrison, usa su fama de exterminar indios para alcanzar la presidencia; tales ejemplos muestran el carácter perverso e inmoral de los gobiernos que se sucedieron en el norte, fieles al eurocentrismo, como la ideología pertinente de toda vocación imperial moderna).
Por eso, cuando afirmamos que la izquierda y el marxismo del siglo XX son eurocéntricos, nos referimos a la ya naturalizada creencia, gracias a la ciencia y filosofía modernas, de que todo lo premoderno no es sólo anterior sino inferior y que toda la antigüedad no tiene sentido en la sociedad del progreso y del futuro (como se concibe, a sí misma, la sociedad moderna). Esta creencia es la que comparte –con la derecha– la izquierda eurocéntrica y el llamado socialismo del siglo XX, y lo que le impidió destacar que lo más genuino de la lucha revolucionaria no estaba en sus manualitos universalistas sino en lo más propio de su pueblo.
Pongamos este ejemplo: Cuando Lenin redacta sus Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo, y señala que son la economía política inglesa, la filosofía clásica alemana y el socialismo utópico francés, olvida que Marx mismo subtitula a El Capital: Crítica al sistema de categorías de la economía política burguesa, es decir, cómo podría ser fuente de su pensamiento algo a lo cual le está haciendo la crítica; segundo, Marx nunca había reivindicado a la filosofía alemana en su totalidad sino a la tradición crítica de la deutsche wissenschaft; es más, podríamos decir, basándonos en Michell Lowy, que el 50% del lenguaje de Marx es romántico alemán, quienes, por ejemplo, a decir del poeta Novalis, se inventan el concepto de “antigüedad” (que no tiene más de dos siglos de vigencia), que, desde su examen de bachillerato hasta El Capital, la presencia constante de citas bíblicas, ya sean judías o cristianas, hacen de la teología un componente imprescindible del lenguaje de Marx.
Ahora, a propósito del socialismo utópico francés, Lenin ignora y, con él, todo el marxismo posterior eurocéntrico, de dónde surge ese socialismo (considerado “padre” del socialismo científico). Hagamos otra vez historia. Los clásicos de la literatura utópica europea siempre fueron Tomas Moro, Campanella y Francis Bacon. Moro escribe Utopía en 1516, basando su idea de una ciudad perfecta, en relatos de viajeros al Nuevo Mundo (como las discutidas cartas de Américo Vespucci); Tomasso Campanella escribe Civitas Solis, en 1623, donde describe Trapobana, una ciudad hallada en una expedición marítima al Nuevo Mundo; y Francis Bacon, cuando describe La nueva Atlántida, en 1622, lo hace en referencia al Perú. Es decir, esa literatura utópica nace de innumerables relatos de las formas de vida de los indígenas del Nuevo Mundo.
Pero veamos algo más; ese otro encubrimiento que produce el eurocentrismo moderno. Las Reducciones jesuitas en América habían servido de modelo para imaginar aquel paraíso bíblico que postulaba la cristiandad latina (y la cristiandad protestante, que se continúa en el norte de América). En Europa no tardó en aparecer una variada literatura al respecto, pues los jesuitas controlaban gran parte de la educación en los países europeos, por tres siglos (el mismo Descartes se formó en La Fleche, escuela jesuita); lo cual no disminuyó con la expulsión de la orden jesuita del Nuevo Mundo, en 1767. Esa literatura y la misma experiencia en las Reducciones que los jesuitas expulsados llevaron a los países de Europa es lo que produce, con el tiempo, al llamado “socialismo utópico”; de modo que no sería una exageración decir que el “socialismo científico” es nieto del socialismo que practicaban jesuitas e indígenas en las Reducciones, pues no sólo se comportaban de acuerdo a la ética de los primeros apóstoles (que “todo lo compartían en común y daban a cada quien lo que necesitaba”) sino al modo de vida que los propios guaraníes habían desarrollado en busca de la “Tierra sin Mal”.
Lo que la izquierda eurocéntrica comparte con la derecha, es la visión eurocéntrica que no le permite advertir que lo más genuino de nuestro pueblo es aquello que, como hilo conductivo, ha estado siempre presente en el modo de ingreso de las luchas indígenas en la vida política; esto es, la defensa de la forma comunidad, como crítica a la forma sociedad que impone el capitalismo como el tipo de subjetividad que necesita para impulsar relaciones mercantiles e instrumentales y de exaltación del egoísmo y el individualismo como forma de vida social que impulse al propio capitalismo. Así como el derecho liberal, la forma sociedad que se presenta como superación de la comunidad (ya llamada “arcaica”, es decir, inferior), son los meta-relatos que justifican y legitiman al capitalismo.
La teoría política que expresa ya estos prejuicios modernos es Hobbes. En el Leviatán de 1561, seculariza aquella idea negativa que necesita la modernidad para devaluar la humanidad del ser humano, para explotarlo, dominarlo, aniquilarlo, sin conciencia de culpa: el hombre lobo del hombre, homo homine lupus. Por ello no ahorra palabras en señalar que “los salvajes llevan una vida solitaria, pobre, sucia, brutal y breve”, sin darse cuenta que esa es la condición que les dejó la conquista y el genocidio continuo. Ese tipo de descripción negativa pretende que sea universal, para promover la idea del Leviatán, es decir, el sometimiento absoluto para, supuestamente, “salvarnos del salvajismo” (que Hobbes presencia en Inglaterra y no precisamente en América).
Por eso no es de extrañar que el racismo se haga ilustrado y exprese a las mentes más penetrantes de la ciencia y filosofía modernas. Voltaire por ejemplo se pregunta: ¿cómo Dios puede poner un alma pura en un cuerpo tan negro? O Kant, que, en sus Disertaciones antropológicas de 1772, afirma que los indios “no son aptos para la civilización, incapaces de gobernarse y están destinados al exterminio”. Para Hegel, en su Filosofía de la Historia, el negro “es un hombre en bruto (…) que no ha llegado a la intuición de ninguna objetividad” (las potencias europeas que se repartieron el África, en la Conferencia de Berlín de 1885, produjeron este tipo de ideólogos que eran la vanguardia intelectual que consagraban, como “acto civilizatorio”, los genocidios de sus reyes, como Leopoldo de Bélgica, que puso su cuota personal de 15 millones de seres humanos muertos en el Congo, a la infinita lista de muerte que cargan Europa y USA), y en referencia a México y Perú señala Hegel que “son culturas meramente particulares, que expiran en el momento en el que se les aproxima el Espíritu (sowie der Geist sich ihr näherte). La inferioridad de estos individuos, en todo respecto, es enteramente evidente”.
Todos esos prejuicios conforman a la racionalidad moderna y atraviesa sus ciencias y su filosofía. Por ello no es extraño que, formándonos en ese tipo de conocimiento, acabemos despreciando todo lo nuestro y, de ese modo, amputemos de nuestras propias expectativas lo que podría significar una real liberación de todo aquello que impide nuestra propia autodeterminación.
De eso precisamente se constituye una democracia, cuando el demos expresa al pueblo en tanto que pueblo; no al mero conglomerado social que puede incluso apostar por el fascismo, como vimos en la insurrección oligárquica disfrazada de “revolución pitita”. Una verdadera democracia sólo puede constituirse como la expresión más genuina de la autoconsciencia popular, que no puede ser una abstracción, sino lo más propio como raíz indígena hecho horizonte político. En ese sentido, el “proceso de cambio” será de nuevo inspirador, cuando contenga de modo constitutivo a la revolución democrático-cultural, que quería ser el acento singular de una revolución en la propia revolución. Entonces, definamos “proceso de cambio”: “es el máximo potencial de la nueva disponibilidad común que se articula en torno al horizonte propuesto por el nuevo sujeto plurinacional, es decir, indígena”.
Por eso, si el “proceso de cambio” no contiene la radicalidad de ser un proceso constituyente, entonces no tiene sentido; acaba siendo un episodio más en el drama de recomposición del Estado moderno-colonial. Constituirse en proceso constituyente significa constituir al sujeto del cambio como impulsor, autor y creador de la nueva objetividad en cuanto Estado plurinacional comunitario. En ese sentido, apostar por el “vivir bien”, como horizonte de vida, es algo mucho más complejo que ser simplemente de izquierda o de derecha. Si la izquierda pretende no sólo actualizar su presencia política sino refundar sus propias expectativas, debiera ser consciente de la trampa eurocéntrica en la que caen sus premisas y postulados, y empezar a reconocerse en el pueblo que dice representar, y apostar por aprender de ese pueblo la idea de democracia que ha sido siempre patrimonio indígena-popular, pero nunca reconocido como el verdadero horizonte político que debiera guiar la praxis revolucionaria.
Porque un pueblo se hace pueblo, en la medida en que es portador de un nuevo espíritu, que es capaz de encarnar un nuevo sentido civilizatorio (el “suma qamaña” o “vivir bien”). En esa medida es que un pueblo es capaz de transformar su propio horizonte de creencias y producir, desde sí, su propia liberación; entonces es cuando activa su máximo de disponibilidad común y se hace poder (ese es el poder como facultad, no como propiedad). Ese producir desde sí es lo que de cultural posee lo revolucionario de su proceder, porque acudir a sí mismo es despertar desde su propia historia como en quien se redime toda la historia.
Por ello hay que trascender los 500 años de dominación moderna y convocar lo milenario-originario ausente todavía en la proyección utópica de una revolución global. Una verdadera revolución, si es tal, sólo podría serlo si se asume como restauradora de lo sagrado de la vida. El espíritu de los tiempos ya no pertenece al Occidente moderno. Más bien Occidente comparece hoy en el tribunal de la historia. No todo se define en el reino de este mundo. El cóndor y el águila presagian un nuevo tiempo, que nos ha escogido, porque la promesa utópica se transfiere históricamente y, como pueblo, nos encontramos en las condiciones de redimir toda la historia pasada. La democracia que emerja de nuestra propia historia, nos impele a definir en el presente todas las luchas pasadas. Porque lo político de la existencia no se decide tanto en el presente en tanto presente sino en la fidelidad a nuestro pasado. El verdadero juez es el pasado.