Suelo citar un dicho árabe que dice «quien predice el futuro, se equivoca … aunque acierte». Hace poco escribí aquí que los Reyes no nos traerían la vacuna para el SARS-CoV-2.
Me equivoqué y cuando lleguen en muchos países ya hará días que se habrán puesto las primeras. El conocimiento y la tecnología desarrollada en las epidemias de coronavirus previas han sido clave, pero el esfuerzo técnico, económico y político para hacerlo posible ha sido enorme. Cabe recordar, no obstante, que si bien los ensayos clínicos de las vacunas aprobadas han constatado una disminución de la enfermedad, no sabemos cuánto puede durar este efecto, ni si reducen la transmisibilidad del virus.
Además, en Gran Bretaña y en Sudáfrica han surgido nuevas cepas más transmisibles. El virus sigue haciendo su trabajo con el fin de llegar al máximo número de individuos posibles y aunque el darwinismo también nos dice que precisamente para estar el mayor tiempo posible debería ir disminuyendo su letalidad, es pronto para saber si esto pasará con el SARS-CoV-2.
Digo esto porque hay que evitar que la introducción de las vacunas favorezca el denominado efecto de «compensación de riesgos» por el cual una intervención provoca una falsa sensación de seguridad que hace adoptar conductas de más riesgo a la población. De nuevo tenemos la experiencia del sida. Cuando la existencia de tratamientos efectivos y su uso como profilaxis facilitó un aumento de las conductas sexuales de mayor riesgo. Hay explicarlo.
Poblacionalmente, las vacunas, hoy por hoy, no permiten disminuir las odiadas medidas de prevención actuales. Odiadas con razón. Nos alejan de los seres queridos, son incómodas, alteran la vida diaria y en muchos sectores suponen un daño económico insostenible sin ayudas. Pero -lo hemos dicho muchas veces- la alternativa es todavía más destructiva sanitaria y económicamente; países que la probaron, como EEUU y Suecia, han tenido que corregir las políticas permisivas.
El SARS-CoV-2 es un tsunami que no dejará de avanzar hasta que un porcentaje muy elevado de la población mundial haya adquirido inmunidad, bien mediante la exposición al virus o a las vacunas, pero dadas las incógnitas que aún tenemos sobre la respuesta inmunológica a ambas cosas es imposible prever cuándo podremos llegar a ella. Mientras lo descubrimos debemos intentar escalonar el máximo posible el número de casos, seguir probando nuevas vacunas y fármacos que -como ha ocurrido con el VIH- la puedan convertir en una infección menos grave, esperando que el virus no aumente su virulencia, ni se escape de las vacunas existentes. Y al mismo tiempo, no olvidar quiénes somos.
Somos un país de individualistas a quienes no nos guata priorizar el bien común, somos un país emocional al que le cuesta prescindir de los abrazos y somos el país que para defendernos del despotismo inventamos la picaresca
Somos un país de ‘valientes’ donde el concepto de riesgo no tiene nada que ver con el de los países sajones, necesitamos algo más de temeridad y tanto social como normativamente la toleramos más. A pesar de que somos un país de individualistas y a diferencia de los orientales no nos gusta priorizar el bien común, también somos un país emocional, y prescindir de los abrazos y los golpecitos en el hombro nos cuesta, nos gusta más la diversión compartida que filosofar solos. Somos un país de cultura católica, donde el equilibrio entre el poder de Dios (o del destino) y el de la acción individual para cambiar el curso de las cosas es ambiguo.