Las primaveras árabes fueron una ilusión óptica, una muestra más de que nos movemos en un mundo que no piensa, solo retuitea. Las declaraciones de los gobiernos se refieren a un mundo de fantasía mientras que la realidad real, la de millones de personas, permanece oculta. Debimos saber, y más aún los españoles, que no es fácil saltar de una dictadura y una incultura de siglos al disfrute pleno de las libertades. Requiere educación, paciencia y suerte.
Vivimos tiempos líquidos en los que se mezclan la propaganda, la vaciedad y la torpeza de quienes creímos ver un brote revolucionario en la plaza cairota de Tahrir, un despertar masivo en el mundo árabe, desde Túnez a Siria; desde Egipto a Yemen pasando por Libia.
Decidimos que un grupo de internautas en pantalón vaquero que se expresaban en inglés eran la realidad de unos países aplastados por la violencia militar y el fanatismo. Se cumplen diez años del suicidio del vendedor callejero Mohamed Bouazizi, que se auto inmoló harto del acoso de la policía tunecina. Fue el percutor que desató una ola de indignación que recorrió el Magreb y parte de Oriente Próximo, inspirados por las imágenes que emitía, casi en directo, la cadena de televisión por satélite Al Yazeera, que pertenece al régimen autoritario de Qatar. Parece una contradicción, y lo es. Los catarís jugaban a protegerse y a dañar a Arabia Saudí.
Miles de personas exigieron libertad en decenas de ciudades. Cayeron dos dictadores en pocas semanas, el tunecino Ben Alí y el egipcio Hosni Mubarak. Parecía un calco del desplome de los regímenes comunistas de Europa del Este, tras el derribo del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989. Aquellas primaveras multiplicadas derivaron en guerras civiles en Siria y Libia, que aún andan enfangados en el empeño de matarse los unos a los otros.
También provocó el fortalecimiento del Estado Islámico (EI), una franquicia de Al Qaeda, a la que pronto la superó en capacidad militar y radicalismo. El EI fue el dueño de gran parte de Siria e Irak en 2013 y 2014. Yemen sigue atrapada en un conflicto que es también una guerra por delegación entre Arabia Saudí (sunís) e Irán (chiís). No hubo verdadera primavera en Riad; ni en Teherán; tampoco en Turquía donde Erdogan, que llegó al poder a través de las urnas, se mantiene por la fuerza con la excusa de la guerra a los kurdos, a los suyos y a los de Siria.
Egipto celebró elecciones libres en 2012 y la sorpresa para el Occidente naif fue descubrir que nuestros internautas de Tahrir, a los que dimos tanto bombo (yo también), no representaban a nadie en el mundo urbano ni en el rural. La única fuerza política y social en Egipto son los Hermanos Musulmanes en competencia con las Fuerzas Armadas, los verdaderos dueños del país. El experimento duró poco. Hubo un golpe de Estado que elevó al poder al general Al Sisi, mucho más duro que Mubarak. Hoy nadie dice nada, ni la Francia de Macron que vende armas al mayor a medio mundo sin importar la catadura del cliente.
Los mismos clichés utilizados en las primaveras árabes se aplican a las comunidades de origen árabe que forman parte de nuestros países. Muchas de ellas se sienten empujadas a vivir en guetos, pese a tener la misma nacionalidad o pertenecer a la segunda y tercera generación. Existe una estrategia política que trata de confundir migrantes con yihadistas.
La irrupción de las extremas derechas europeas, aupadas por la crisis de 2008, ha contaminado todo el debate desde la simpleza de sus argumentos. Las derechas democráticas (en España, también) han copiado parte de su recetario, temerosas de verse superadas en votos. Priman la seguridad sobre la libertad, los muros sobre los puentes, las mentiras sobre la verdad.