En 1970, Milton Friedman publicó un artículo en el ‘New York Times’ en el que ponía en duda que las empresas tuvieran otra responsabilidad que ganar dinero.
En 2020 se han cumplido cincuenta años de la publicación de uno de los artículos de prensa más importantes en la historia del capitalismo moderno. Lo publicó Milton Friedman en el ‘New York Times’ y se titulaba “La responsabilidad social de las empresas es aumentar sus beneficios”. Friedman abordaba la idea, muy discutida ya entonces, en 1970, de la “responsabilidad social de las empresas”. Algunos hombres de negocios, decía Friedman, afirman que sus organizaciones “no están preocupadas ‘solamente’ por los beneficios, sino también por promover fines sociales ‘deseables’”. Algunos, decía, creen que las empresas tienen una “conciencia social” y se toman en serio “las responsabilidades relacionadas con la creación de empleo, la eliminación de la discriminación [y] la reducción de la contaminación”.
Pero todo eso, decía Friedman, no eran más que “palabras de moda”. Por suerte nadie se tomaba en serio a los empresarios y ejecutivos que decían esas cosas, porque si se les hiciera caso sería evidente que estaban “predicando en favor de un socialismo puro y sin adulterar”. “Los hombres de negocios que hablan así son marionetas inconscientes de las fuerzas intelectuales que, en las últimas décadas, han ido socavando las bases de una sociedad libre”. En resumen: “las empresas tienen una y solo una responsabilidad social: utilizar sus recursos y participar en actividades concebidas para aumentar sus beneficios, siempre y cuando respeten las reglas del juego, es decir, participen en una competencia abierta y libre, sin engaño o fraude”.
Cincuenta años más tarde, esto suena familiar pero remoto. Desde entonces, ha desaparecido el ‘socialismo puro y sin adulterar’; al menos hasta la pandemia, la participación de los gobiernos en la economía había disminuido de manera relevante; y el ‘marketing’ empresarial ha alcanzado unos niveles asombrosos de participación en la vida pública. Aparentemente, a juzgar por la manera en que las grandes empresas —y también muchas pequeñas— quieren ser vistas por el resto de la sociedad, el artículo de Friedman es de esos documentos que fascinan a intelectuales y profesores libertarios, pero que en el mundo real casi nadie suscribiría. Aunque solo fuera por una cuestión de relaciones públicas. Porque las relaciones públicas también forman parte del mercado.
Friedman tras la pandemia
Con todo, vale la pena volver al artículo de Friedman cincuenta años después. En parte, por la inflación de “valores” que las empresas pretenden transmitirnos actualmente: la publicidad de los bancos y de las compañías energéticas y tecnológicas parece en ocasiones más propia de una ONG, una iglesia o un partido político que de corporaciones que, a fin de cuentas, tienen por fin último, aunque quizá no único, pagar a sus accionistas. Pero también por otra razón que se ha evidenciado durante los largos meses de pandemia y confinamientos parciales: ¿por qué algunas empresas han sido capaces de responder tan bien ante unas circunstancias imprevistas y drásticas?
Los supermercados no han estado desabastecidos. En apenas unos meses, se pusieron en funcionamiento cadenas logísticas globales para que no faltaran mascarillas ni alcohol de manos. La fijación de un precio máximo para las mascarillas fue innecesario: su precio ha continuado siendo bajo y la oferta es abundante. No se ha producido un aumento notable de los precios en otros artículos básicos. Los laboratorios han desarrollado vacunas en un tiempo récord y, aparentemente, también con precios asumibles para los gobiernos. Las infraestructuras digitales han soportado cientos de miles de videoconferencias diarias y otros tantos atracones de series en streaming. Han seguido llegando nuevos modelos de teléfonos y consolas a las tiendas. Quien ha querido rehuir el tedio o la angustia comprando ropa nueva, ha podido hacerlo. Ha habido periódicos, libros y radio y televisión.
Tal vez esto pueda parecer frívolo ante la muerte de decenas de miles de personas solo en España, la destrucción de un millón de empleos y el agravamiento de las desigualdades. Pero el precario bienestar de millones de personas ha dependido también de estas cosas, que cabría haber pensado que se verían seriamente afectadas por la pandemia. Pese a sus innumerables fracasos, que están sobradamente documentados, el capitalismo actual sigue mostrando su asombrosa capacidad de adaptación.
Dinero y reputación
¿Es así porque las empresas quieren ganar dinero para sus accionistas o porque han querido mostrar un compromiso real con la sociedad en una época difícil? La respuesta mayoritaria de los empresarios sería, sospecho, que ambas cosas no son incompatibles y que, si acaso, en momentos como estos una empresa siente una particular satisfacción al cumplir con determinados fines sociales. Pero, en muchos sentidos, no importa. Si Friedman estaba equivocado en que una empresa solo sirve para ganar dinero, no lo estaba en la noción de que estas deben cumplir con las reglas democráticas y unos determinados estándares éticos. En estos meses hemos visto que la flexibilidad de los actores del capitalismo puede ser admirable, pero también nociva: no resulta sorprendente que muchos de ellos hayan aprovechado la pandemia para precarizar aún más el trabajo o llevar a cabo actividades que, no es que sean capaces de adaptarse a los malos tiempos, sino que tienen como modelo de negocio la precariedad absoluta cotidiana, tanto en los malos como en los buenos tiempos.
La pandemia supondrá una forma macabra de destrucción creativa: las empresas verán qué ventanas de oportunidad les abre este periodo que, con un poco de suerte, empezaremos a cerrar en seis meses, y muchas desaparecerán por el camino. Pero entre tanto, al menos por lo que respecta a las grandes, se hará realidad una parte de lo que Friedman temía: la fusión de los intereses económicos y los políticos. “El carácter esquizofrénico de muchos hombres de negocios me ha impresionado una y otra vez. Son capaces de tener una visión clara y a largo plazo en las cuestiones propias de su negocio. Pero se confunden y son increíblemente cortos de miras en asuntos que no tienen que ver con su negocio”, decía. En tiempos de extrañas políticas monetarias y fiscales, la política favorecerá a las empresas que compartan los valores de los gobernantes y las empresas adoptarán los valores que cree que funcionarán para mejorar su reputación en la sociedad. Quizá no sea algo catastrófico. Y sin duda, no es raro. Pero, aunque hoy el artículo de Friedman parezca un fósil, vale la pena releerlo y pensar en los riesgos que vislumbraba.