Así es el pueblo pesquero de Kayar, en el norte de Dakar, uno de los puntos de salida de la migración hacia Canarias.
Aunque la Organización Internacional de las Migraciones ha registrado 511 fallecidos en lo que va de año, la cifra real es probablemente muy superior: a causa del viento y las corrientes, el riesgo de morir en la ruta canaria es seis veces más alta que en la ruta por el Mediterráneo. “Sé que es arriesgado –acepta Ibrahima– pero aquí no hay nada”.
Kayar es uno de la docenas de puntos de salida del este de África hacia Canarias. Por toda la costa africana miles de jóvenes sueñan con sumarse a los casi 20.000 africanos que han llegado por mar este año a las islas españolas mayoritariamente desde Senegal, Mauritania, el Sáhara Occidental y Marruecos. La cifra marca un récord histórico y confirma una crisis migratoria provocada en buena parte por el brutal impacto en las economías locales de la pandemia de la Covid y por el expolio de los recursos del mar por parte de barcos industriales chinos, turcos, coreanos y europeos. Para el senegalés Abdoulaye Ndiaye, responsable de océanos de Greenpeace, a los casi 200 barcos con bandera internacional que pescan de forma masiva en el litoral africano y decenas más “senegalizados”, es decir de propiedad extranjera pero que han conseguido permisos como si fueran locales, hay que sumar nuevas fábricas de harina y aceite de pescado.
“En la última década se han construido 50 industrias de este tipo que vacían las costas todavía más y que además se exportan hacia Asia o Europa como alimento de peces de piscifactorías, de ganado o incluso de mascotas o peces de acuario”.
Los números de las llegadas a Canarias desde verano han hecho saltar todas las costuras en una de las fronteras más desiguales del mundo. Si en enero del 2019 la media de migrantes que llegaban al archipiélago desde el este africano era de dos al día, en la primera quincena de este mes fue de 360 personas diarias. El canario Txema Santana, de la Comisión de Ayuda al Refugiado, cree que la pandemia está detrás de la situación actual.
“Desde septiembre del año pasado hasta agosto vimos un aumento de las llegadas de desplazados por motivos económicos o ligada al conflicto del Sahel; desde verano son más quienes se han visto afectados por el golpe económico de la Covid, el cierre de fronteras y la caída del turismo, especialmente marroquíes”.
“Sabía que quería ir a España y le insistí para que no lo hiciera, le dije que no era buena idea, pero no me hizo caso”. Para Koly, la causa de que los jóvenes se quieran ir no es la Covid. Es la desesperanza. “Nosotros ya estábamos en crisis antes, el problema principal es que los jóvenes no tienen esperanza, esa es la raíz de todo. Porque la falta de esperanza es peor que morir”.
La reactivación de la ruta Canaria también es producto de un efecto dominó. Al aumento de la vigilancia en la ruta central del Mediterráneo, unida a la peligrosidad del desierto y la crueldad de las mafias libias, se ha sumado al cierre de la frontera norte de Marruecos, que ha disparado los precios de las rutas clandestinas: ahora cruzar el estrecho cuesta hasta 3.000 euros. La alternativa para muchos ha sido volver la vista hacia Canarias.
En su despacho del consejo local de pesca artesanal de Kayar, un edificio color crema donde la arena se cuela por los pasillos, el coordinador Mor Mbengue habla de un empujón hacia el precipicio a miles de familias sin red. Aunque oficialmente Senegal ha sufrido 16.000 positivos y apenas 333 fallecidos desde el inicio de la pandemia, el bloqueo comercial durante el confinamiento ha sido una condena.
“La prohibición de moverse paró el comercio de pescado y otros alimentos, por supuesto que esto ha llevado a muchos a migrar”.
Según sus datos, al menos 200 vecinos de la localidad han llegado a Canarias este año, pero con el aumento de las patrullas policiales muchos prefieren salir desde otras playas como Mbour o Saint Louis, todavía más extensas y más difíciles de controlar. Según Mbengue, la ola migratoria va para largo. “No vas a encontrar aquí a ningún pescador que no se quiera ir”, avisa.
En un extremo de la playa, junto a la fábrica artesanal de cayucos y sentado en el borde de una embarcación, de cara al mar, Abdu Koly es de los pocos que lleva mascarilla en todo el pueblo. Tiene 60 años, dice, y ha de cuidarse. Habla con tono reposado pero enseguida asoma la tristeza. El año pasado, su sobrino Bubackar Dio murió en el mar.
“Sabía que quería ir a España y le insistí para que no lo hiciera, le dije que no era buena idea, pero no me hizo caso”. Para Koly, la causa de que los jóvenes se quieran ir no es la Covid. Es la desesperanza. “Nosotros ya estábamos en crisis antes, el problema principal es que los jóvenes no tienen esperanza, esa es la raíz de todo. Porque la falta de esperanza es peor que morir”.