En 1994 llegó a Canarias la primera patera. Dos saharauis arribaban en agosto a la costa de Fuerteventura a bordo de una pequeña embarcación siguiendo la luz que desprendía el Faro de la Entallada, en Tuineje. Aquellos jóvenes inauguraron, sin saberlo, la que ha dado en llamarse la ruta atlántica de la inmigración, la más mortífera de todas que va desde las costas de Tarfaya a Fuerteventura.
También es la menos vigilada. Muchas de las embarcaciones llegan hasta la propia playa para asombro de los bañistas, sin que hayan sido detectadas por los radares. Por eso se utiliza con más frecuencia cuando se extreman los controles en el Estrecho, la principal ruta entre África y España.
La desesperanza ante el futuro de sus países y el sueño de alcanzar una vida mejor en Europa empuja a miles de subsaharianos y magrebíes a subirse a bordo de embarcaciones que no reúnen condiciones, sin víveres, y con la perspectiva de un incierto viaje que muchas veces acaba en el fondo del mar.
El viaje que se inicia en las costas de Mauritania y Marruecos, o en las de Senegal y Gambia. Incluso desamarran en la Costa de Marfil y Guinea, que tienen menor control policial a pesar de que el viaje es mucho más largo (más de 1.500 kilómetros de distancia, unos diez días de travesía) y la posibilidades de llegar con vida son menores. Muchos de ellos ni siquiera saben nadar. Pero es el todo o la nada.
En los 26 años que han pasado desde la primera patera documentada en las islas se estima que han entrado a través de Canarias unos 120.000 inmigrantes, con picos muy elevados como el del año 2006, cuando estalló “la crisis de los cayucos”, que trajo a Canarias a cerca de 32.000 personas frente a las 5.000 del año anterior. Las pateras, con capacidad para 20 o 30 personas, se sustituyeron por las embarcaciones que utilizan los pescadores en países como Senegal, y en los que pueden apiñarse hasta 200 personas.
<iframe width=»636″ height=»360″ src=»https://www.youtube.com/embed/WVdncj0TO4c» frameborder=»0″ allow=»accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture» allowfullscreen></iframe>
En este tiempo la población de las islas ha visto ante sus ojos un drama humanitario, siendo testigo involuntario de naufragios a escasos metros de la costa en los que las víctimas son niños, jóvenes y mujeres. Embarcaciones que arriban con fallecidos, bebés también. O supervivientes al límite, por la falta de alimento y agua. Ahí está el caso de la pequeña Sephora, que con solo 13 meses falleció en un naufragio al sur de Gran Canaria en el 2019 después de que una ola se la arrebatara a su madre de los brazos. Su cuerpo apareció al día siguiente y es la primera migrante enterrada con nombre y apellido en Canarias.
A las muertes contabilizadas hay que sumar la de cientos de personas que desaparecen en la travesía. Las organizaciones humanitarias estiman que en lo que llevamos de año unas 1.000 personas han muerto engullidas por el mar, sin identificación y sin que sus familias sepan de su triste final. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) calcula que una de cada 16 personas que trata de llegar a Canarias muere en el intento mientras que la Cruz Roja apunta a una tasa de mortalidad de entre un 5% y un 8% de los que consiguen llegar.
En 2020 Canarias ha vuelto a ser destino de las mafias que trafican con personas. Los mayores controles al norte de Marruecos han derivado la actividad hacia el sur y han reactivado la ruta atlántica que vuelve a registrar un nivel de llegadas similar al del 2006, en plena crisis de los cayucos.
A lo largo del 2020 y a pesar de la Covid-19 la llegada de inmigrantes a las costas isleñas ha sido incesante incluso durante el estado de alarma, cuando entre el 15 de marzo y el 31 de mayo, llegaron 1.245 personas. El único parón se detectó en la primera quincena de julio, en coincidencia con un brote de coronavirus en El Aaiún. En esos días apenas se contaban cien personas, pero a partir de ese momento, se intensificó el tráfico hasta el pico de octubre, 8.000 en un mes. En lo que llevamos de año son más de 17.000 y en Canarias no hay recursos de acogida.
Ante las presiones del Gobierno de Canarias (PSOE—Unidas Podemos—NC y ASG), Grande-Marlaska viajó en febrero a Canarias y prometió más plazas pero los meses pasaron sin novedad. La gravedad de la situación obligó a Interior a habilitar espacios como un terrero de lucha y una nave en el puerto de Las Palmas para alojar a los migrantes llegados al puerto de Arguineguín (primer punto de recibimiento) tras cumplir las primeras 72 horas. Los denuncias por las condiciones inhumanas de las instalaciones, en donde convivían infectados de la Covid-19 con negativos, llevó a su cierre en septiembre. Como alternativa, la administración propuso alojarlos en apartamentos turísticos, vacíos por la pandemia. Allí continúan unos 5.500.
La avalancha de octubre ha desbordado la capacidad de reacción de las autoridades, que han optado por retenerlos en el muelle de Arguineguín, donde han llegado a
estar más de dos semanas, pese a que la ley fija un plazo de 72 horas.
Más de 2.300 personas han permanecido en un espacio habilitado para 500. Como indicó el vocal del Colegio de Abogados de Las Palmas, Agustín Santana, y denuncian las oenegés y los sindicatos policiales, “aquí se saltan todos los derechos humanos”.
El punto de inflexión se produjo el pasado miércoles cuando “alguien” –Interior no aclara si salió de ellos– dio la orden de dejar en libertad a 227 migrantes de Arguineguín al fin de liberar la presión del muelle que seguía recibiendo pateras.