Los partidarios de las democracias liberales, de los valores de la tolerancia, del progreso social y de los derechos individuales, de las sociedades abiertas y el respeto a las minorías, del conocimiento científico y el amor a la cultura pueden celebrar —en Estados Unidos y allá donde estén— la derrota de una de las grandes amenazas a sus ideas desde que se afianzaron en Occidente como modelo de referencia tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.
La victoria del candidato demócrata, Joe Biden, en las presidenciales de EE UU, la mayor potencia mundial, frena el paso al nacional-populismo. Biden no es un candidato perfecto o inspirador. Pero representa el regreso a la Casa Blanca de la moderación, el respeto a los principios y a las instituciones democráticas, así como la vuelta al diálogo y al multilateralismo en la escena internacional. Su éxito es un cambio de era para su país y para Occidente.
El camino que afronta Biden —exvicepresidente de Barack Obama— será tortuoso, repleto de peligros, con un Donald Trump que amenaza con no reconocer el resultado e insiste en insidias de regusto antidemocrático, amenazas de recuentos y múltiples demandas judiciales. Todo ello, con una sociedad tensa y dividida de trasfondo. En estas horas trascendentales, la actitud del mandatario saliente muestra rasgos peligrosos para la estabilidad del país.
El candidato perdedor tiene derecho a presentar recursos judiciales contra el escrutinio; no lo tiene a minar la fe en la democracia sin argumentos. Varias cadenas de televisión llegaron esta semana a cortar la difusión de un discurso repleto de mentiras que trataba de socavar sin prueba alguna la confianza ciudadana en las instituciones, un gesto que ilustra la gravedad de la insidia trumpista.
Trump no dudó desde el primer momento en enfangar el proceso electoral y sobreponer su interés partidista al de la nación. Al contrario, acertadamente, Biden se ha referido desde la noche electoral a la necesidad de unir a un país peligrosamente fracturado, entre otras cosas, por conflictos raciales. Es un paso lógico en la dirección correcta para afrontar el más urgente reto de la nueva era: gobernar para una nación partida en dos.
En esta tarea, resulta necesario que el Partido Republicano se desmarque de la línea radical del magnate y contribuya a la ardua tarea de apaciguar los ánimos de una sociedad rota, recuperando los valores que lo hicieron grande en el pasado. Es posible que los republicanos retengan su mayoría en el Senado, y el Tribunal Supremo tiene una composición con fuerte mayoría conservadora, lo que hace especialmente esencial un espíritu colaborativo.
La Administración de Biden tendrá más fácil cambiar el rumbo de una potencia que en el plano internacional ha dado la espalda a sus aliados tradicionales, mientras su hasta ahora líder establecía vínculos personales con autócratas como Putin, Erdogan, o Kim Jong-un. Cabe esperar un giro significativo con la vuelta al multilateralismo, el apoyo a instituciones internacionales, dotando también de un renovado vigor a pactos como el Acuerdo de París por la lucha contra el cambio climático o el pacto nuclear con Irán.
En esa senda, la Unión Europea halla en la Casa Blanca de Biden el mejor aliado para afrontar asuntos clave de la agenda global. Europa volverá a contar con un socio fiable y asentado en valores compartidos. Aún así, hará bien en no sobrevalorar sus expectativas y en reforzar su autonomía estratégica. Como quedó claro estos cuatro años, no se puede dar nada por sentado.
En cualquier caso, la victoria de Biden representa una nueva oportunidad para que los moderados de Occidente —sean progresistas o conservadores— ofrezcan soluciones eficaces a los legítimos anhelos e inquietudes de tantos ciudadanos que se han visto defraudados por la gestión de sus dirigentes en las últimas décadas, y que decidieron optar por propuestas radicales, nacionalistas y populistas.
Muchos se han sentido abandonados por una globalización que ha sacado de la pobreza a cientos de millones en otras partes del mundo, pero que ha causado graves daños en Occidente. Este fenómeno ha alimentado una decepción y una pérdida de fe que minan nuestras democracias. De ahí han brotado el Brexit, la fuerza de Matteo Salvini y otras experiencias políticas radicales. Hoy empieza una nueva era con un cambio profundo en la mayor potencia global. No debe desaprovecharse.