Sucesivos escándalos en el Gobierno de Colombia ; y aquí no pasa nada


En Colombia se perdió la capacidad de asombro en tal grado que los hechos inconcebibles en el mundo, dada su cotidianidad, si acaso suscitan unos hombros encogidos.

Quizás por eso es más habitual admitir un sartal de mentiras que cualquier verdad, por más evidente que sea: lo inverosímil es común y corriente.

Y no porque a estas alturas aún traguemos sin deglutir los apelativos literarios del “realismo mágico”, lo “real maravilloso” o lo barroco no sé qué en un país de contradicciones profundas, con el tiempo empleado en sobrevivir desempleados y donde ni el desocupado lector lee.

No, lo increíble acostumbrado donde se funda esa insensibilidad apunta a la dualidad que opera en la psique de muchos colombianos, en ocasiones deliberada, en otras inconsciente, a veces del fuero interno, a veces circunstancial, que suaviza el culebreo hipócrita de convicciones en venta, la ética maleable y el enervante relativismo moral que en realidad encubre bandazos extremistas.

Una condición que, junto a las dificultades (cabe aquí un bonito colombianismo: afugias) económicas, le viene de perlas a los ladinos manipuladores de las élites. No obstante, aunque se retuerzan las cosas simples, la premisa mayor es elemental: nunca es eximia la degradación.

A las acciones ruines no las libra ninguna flexibilidad ideológica o política; las combas de la jornada criminal no se enderezan con los más reiterados despliegues de rectitud, por más que se repita, grite o clame lo opuesto. Y esas insignificantes bajezas no acontecen con facilidad en otros sitios, al menos, no de manera tan sistemática, continuada y al descaro.

Es grave que a medida que los ríos envenenados dejan de cruzar el país, la descomposición ética y moral se precipite por los cauces secos con una afluencia tal que no perdona ni a los carteristas ni a las élites. Sin embargo, no nos confundamos, los primeros no son tan culpables como las segundas. y más bien son sus víctimas.

Puede que un ratero corone una cartera, pero hace rato que el robado le robó al ladrón lo que no tiene y lo que pudo tener, entre otras cosas, la posibilidad de haber sido honesto.

Una élite despojó al carterista de antemano. Y lo sigue haciendo. Asalta el carterista en la esquina oscura; élites, políticos y gobernantes hacen lo mismo en las oficinas del Estado, bancos y corporaciones. Roban el futuro y las esperanzas. Y con los hurtos del carterista los auténticos ladrones distraen a los idiotas de sus fechorías mayúsculas, y mantienen el país patas arriba a conveniencia.

No se justifica que alguien robe, pero se entiende que cualquiera lo haga en un país manejado por saqueadores y maleantes. Muchísimos ladrones de sobras y minucias hay en la base de la pirámide, sólo unos cuantos en la cúspide robándose el conjunto, incluso, el tiempo, la vida y las monedas que se rapan entre ellos los de abajo, ladrones y no ladrones. El peso de la ley cae con rigor sobre el ladronzuelo de la base; la sociedad condecora al otro.

Y aunque un ratero le hurte la cartera al pudiente, ni el ladrón logra un almuerzo ni el robado pierde un peso. De nada le sirven los millones electrónicos al que no tiene nada, para todo le vale el dinero que no existe al acomodado.

Es intolerable que el presidente Iván Duque esté envuelto en pasajes tan oscuros como la compra de votos. O que lo estén los que lo rodean. O los que rodean al que lo ronda, el expresidente Álvaro Uribe, a quien Duque le debe todo, empezando por la posible mal habida presidencia.

No alegará la Justicia que la ratería es tradición cultural. No podrán los abogados justificar la práctica por su propensión folclórica. No es una trama mediática de conspiración, como aducen los delatados. Se trata de un entramado de corrupción que pone en marcha una vieja, pero precisa, maquinaria electorera para montar, desde concejales, hasta presidentes. Y a unos y a otros, helos ahí.

Aún más inadmisible es que esas compras al por mayor de votos se hayan hecho con los dineros de prestantes empresarios que son señalados socios de narcos como “Marquitos” Figueroa, y renombrados finqueros asociados con alias más que con nombres, como “el Ñeñe” Hernández con Mandarino, don Hernán y el Huracán.

Y, así sea que por enésima vez todo aconteció de casualidad, resulta repulsivo que un partido de gobierno, de los lemas iniciáticos a los iniciados fervorosos; un expresidente, de las amonestaciones sombrías al rabo de paja, y, ahora, además, un presidente, del yo qué hago aquí al “¿de qué me hablas, viejo?”, sean quienes se debaten entre el azar de ser vistosamente candorosos, algo por adelantado improbable, y el albur de que sean maleantes azarosos.

Si se tratara de estructuras partidistas impolutas, según el decir de quienes ahora defienden desde afuera y con aires de imparcialidad lo que hace unos meses acometían exaltados desde dentro, en entornos que siempre han sido campos de corruptos en flor, lo mínimo esperable de cualquier militante jefe o raso sería que averiguara quién es el portador de semejante apodo: “el Ñeñe”. El candidato, eso sí, debió saberlo; al fin y al cabo, era su “hermano” desde las épocas no olvidadas del triciclo.

Habría que tantear siquiera qué tan ñanga es el tipo antes de hacerlo la ñaña. No porque se trate de un ñapango, que lo somos todos, sino porque en un país de ñeros, ñolas y ñiquiñaques no hay que ser tan ñoños. La campaña con artimañas, las triquiñuelas con maña. No vaya a ser que un día un narco (vivo o muerto) le vuelva a uno la presidencia tal cual uno volvió el acuerdo de paz que halló: trizas.

O añicos, al estilo de los “malafachas”. No será la “Ch” mixteca de la “Chilanga Banda” (Café Tacvba), sí es la “ñ” de la banda del Ñeñe difunto a la que se le saca partido. Que de vivo ya el Partido le sacó plata y le cambio votos por impunidad.

Más que intolerable, inadmisible y repulsivo, es desmoralizador que las maniobras se efectúen con semejante desvergüenza, propia de patanes a los que les importa cinco centavos el país, y peligroso que esa patanería no sea infundada, sino que, por el contrario, tenga bases sólidas. Hay consciencia del poder a la mano y de la institucionalidad bajo control.

Por eso el presidente se puede dar el lujo de no dar la cara y no caerse. Por eso el expresidente cree que salir de una a escurrir el bulto es ser “frentero”, y los prosélitos toleran la traición y el degüello. Por eso a los militares que les prometen voto se les va la voz, y ni voz ni voto a ver si nadie habla de ellos ni menciona su corrupción particular.

Por eso los anteriores fiscales generales hicieron lo que tenían que hacer, nada, y el funcionario recién nombrado en el cargo, Francisco Barbosa, el amigo de las menos olvidadas épocas de pupitre, pronostica enfático lo que hará del mismo modo que uno de sus antecesores, Néstor Humberto Martínez, anunciaba con bombos y platillos lo que jamás iba a destapar y nunca destapó: la “nauseabunda” empresa criminal de la compra de votos.

Por eso, pasan y pasan los años, y detrás de los años, las décadas; y detrás de las décadas, los siglos, y los colombianos, usufructuando el título de la novela del escritor estadounidense de ciencia ficción Philip K. Dick, seguimos “aguardando el año pasado”, y la década anterior, y que, de pronto, vuelva quién sabe cuál siglo.

Una espera prolongada, pues, mientras tantos ciudadanos se repitan a sí mismos y con alivio que “así son las cosas”, y mientras tantos otros acepten agradecidos la realidad espuria de “¡así es la vida!”, aquí ni pasó ni pasará nada. Y eso tampoco asombra a nadie.

Escrito por: Juan Alberto Sánchez Marín

Fuente