Algo peor que un presidente ingrato con el pueblo que lo eligió es uno agradecido con las fuerzas insanas que lo pusieron ahí: que es parte de ellas o circunvuela.
Si hay algo peor que un presidente desagradecido con el pueblo que lo eligió es uno fervorosamente agradecido con las fuerzas insanas que lo pusieron ahí: que es parte de ellas o las circunvuela.
Lo cierto es que los ventarrones que elevaron a Duque hasta la presidencial casa en el aire no son los alisios prudentes de los valles interandinos colombianos, sino los ventisqueros que, siglo tras siglo, han arrastrado la hojarasca de guerras y odios sin término, “y de recóndita muerte” (García Márquez, 1954).
DESGRACIAS DE UN AGRADECIDO
Duque pareciera no percatarse de lo mal parado que queda el país cada que se propasa en lisonjas hacia Uribe. El país, no él, que ya no tiene niveles de deshonra más bajos adonde rodar. El país al que, a pesar de haberlo elegido a él, todavía le cabe la merced de aspirar al desengaño.
Las repetidas oportunidades en que le dice presidente (Pulzo, 2019) a quien ya no lo es nadie acepta la tesis de la cortesía, sino la del sometimiento. Porque ¿habrá quien todavía piense que Duque es el presidente?
Mejor dicho, ¿quién se traga el cuento de que él tiene la mínima valía frente al reverenciado jefe de sus épocas de escribano? Es más: ¿Alguien algún día creerá que Duque una vez fue mandatario?
Sería como si cualquiera, aparte del mismo Duque y los gringos (republicanos y demócratas en un solo aplauso), a estas alturas no creyera que Juan Guaidó ni es don Juan ni es nadie. O, que hace algo más que facilitar el saqueo de los activos venezolanos en el extranjero.
O que érase una vez en la que el autoproclamado fue más presidente que el vecino amigo Iván. A eso deberemos la dichosa concomitancia: ambos saben, en el fondo, que en su vida tendrán una presidencia de verdad.
Grave que una patria sin democracia, como Colombia, vaya por la vida de violencias, además, sin presidente. Porque tener dos es no tener ninguno. No suman, se anulan. El que manda tras bambalinas no asume lo que es ni asume responsabilidades, y quien no manda da discursos acerca de lo que no lleva a cabo y promete lo que no hará porque ni lo que hace ni lo que promete son asuntos de su facultad.
El país presenció un ejemplo singular al final del año anterior cuando el uno fue un recuerdo vaporoso sin el Twitter y el otro, privado de los trinos orientadores, timoneó dieciocho días sin piso y al garete.
Duque, a lo sumo, es una secuencia de caracteres que da a la web profunda del poder nacional. Un hiperenlace, un simple elemento que remite a las más misérables fórmulas de autoridad de nuestra historia.
LOS YOES DE YO
Iván Duque sabe lo que hace, pese a que con frecuencia no haga nada. ¿Lo llama, acaso, “un ocio, / un quehacer de no hacer nada…” (Salinas, 1928)? Un ocio tan hondo que de antemano sabe que lo empezado “se cumple en el no acabar”.
Duque puede ser un sujeto aún en vías de desarrollo, pero tampoco es el despistado que imaginan sus críticos, así no tenga que esforzarse en parecerlo. Se le coló, aunque no sea más, a tantos políticos de carrera que saboreaban la gracia de ser ungidos. Los avispados, que al elegirlo hicieron el tonto y ahora se consumen juntos en la ineptitud generalizada.
Lo que pasa es que una cosa es fungir como funcionario del BID y otra fingir una presidencia, aun cuando sea la de Colombia. Duque está donde no debe, pero ejecuta lo debido con observancia y obediencia.
Sabe que su gobierno es débil, de modo que a veces aparenta no ser parte de él. Sabe que no preside nada, por eso da a entender que las marchas son con él y no contra él. Habla en la primera persona del plural a sabiendas de que es un “nosotros” de escasos yos y menos yoes.
VIENTOS DEL VEINTE
Ver ver, no ve; oír oír, no oye. En su soberbia no entiende las razones del hastío colectivo ni atiende los reclamos para superarlo. Con Duque no se originó el desmadre, pero con él no deja de acrecentarse. Los ciudadanos exigen cambios en las políticas de gobierno, y Duque, ni corto ni perezoso, firma o alista decretos en el sentido contrario de las peticiones.
¿Genética? Iván Duque Escobar, su padre, ministro de Minas y Desarrollo de Belisario Betancur, a comienzos de noviembre de 1985, ante las alarmas dadas por la actividad volcánica del Nevado del Ruiz, dijo que había “dramatismo y un poco de Apocalipsis”.
No vio ni oyó ni hizo nada para evitar la que, unos cuantos días después, sería la más grande catástrofe natural del país, la de Armero, donde murieron 23 000 compatriotas. Quieran los hados que la corta edad del hijo presidente no tenga nada que ver con la cortedad revelada por el ministro padre ante esa tragedia.
Que el vástago de aquel difunto funcionario escuche el estrépito de las cacerolas que resonarán en marzo y divise la avalancha humana que volverá a movilizarse contra él y su gobierno deplorable. “¡Guárdate de los idus de marzo!” (Beware of the ides of March), le dijo el adivino al Julio César de Shakespeare (1599). Y no le creyó.
Un día de estos, a lo mejor, el señor Duque nota que ya no es el chupatintas del BID ni el amanuense de Uribe, ni el maletero de proyectos clase “b” en el Senado. Como el del embeleco de impulso de las Empresas B, al fin firmado por él no hace mucho.
Donde la B lo mismo es de Benefit Corporation [Corporación de Beneficios] que por bobería, con beneficios más sicológicos que ciertos, y más una expiación para dueños y accionistas que una merced laboral, ambiental o social.
Que el presidente con cara de presidido se dé cuenta de que 2020 se le va a acabar sin empezar, como ocurrió con el año anterior y pasará con el lapso faltante, hasta el 7 de agosto de 2022, cuando lo reemplace otro desaliento con cara de esperanza.
LA DISYUNTIVA DE LA YUNTA
Robert Frost, el poeta estadounidense de la tierra, en El camino no elegido (Un valle en las montañas, 1916), su célebre poema, escribió: “Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo, / Yo tomé el menos transitado, / Y eso hizo toda la diferencia”.
Y hará la diferencia. En la invariable disyuntiva de los dos caminos, Duque, hace rato, optó por el menos transitado, el de las reducidas élites nacionales. Preferencia que no desconcierta en alguien que, entre los “17 000 volúmenes” de la biblioteca heredada del padre (El Tiempo, 2018), escogió leer completo a Vargas Llosa, y luego imponerle la Cruz de Boyacá y ponderarlo “por defender la democracia en América Latina” (RCN Radio, 2019), lo que nunca ha hecho, justamente, por estar del otro lado, atacándola inmisericorde con sus posturas fascistas.
Qué bueno que Duque leyera con cuidado La ciudad y los perros. No para dilucidar lo que ni el autor resolvió: la incertidumbre final de saber si el Jaguar mató o no al Esclavo. No. Sólo que, en esa novela, como apuntó con perspicacia el poeta mexicano José Emilio Pacheco (1968), no se trata “de saber quién es culpable sino por qué no somos inocentes”. Muchos porqués hay en las escogencias hechas. ¿Qué tan inocente se creerá el presidente?
Ojalá que la sociedad colombiana deje de optar, elección tras elección, por las mismas castas notables de caudillos iletrados y miserables, y se escoja a sí misma. Ojalá que dejemos de caminar descalzos sobre los vidrios rotos de una desgracia sin redención. Y eso hará toda la diferencia.
Escrito por: Juan Alberto Sánchez Marín
@juanalbertosm
Periodista, escritor y director de televisión colombiano. Analista en medios internacionales. Colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE). Fue consultor ONU en medios. Productor en Señal Colombia, Telesur, RT