El presidente Sebastián Piñera camina por una angosta cornisa. Cualquier movimiento imprudente puede precipitarlo al vacío. Solo cuenta con 13 por ciento de respaldo, según encuestas.
En cambio, el movimiento que exige Asamblea Constituyente goza del 87 por ciento de apoyo ciudadano.
El mandatario ni siquiera cuenta con la red de seguridad que podrían proporcionarle los partidos políticos -de moros y cristianos-, pues estos apenas logran un 2,4 por ciento.
En suma, las instituciones fundamentales del Estado son una ficción carente de legitimidad democrática. Son entelequias que todavía subsisten porque el pueblo ha decidido desplazarlos por una vía pacífica y democrática: la convocatoria a una Asamblea Constituyente.
La crisis auto provocada por el modelo neoliberal, es ahora un nudo ciego que la soberbia de la elite política impide desatar.
Tres semanas de multitudinarias manifestaciones en todo el país. Una veintena de muertos. Más de dos mil heridos, cinco mil detenidos y torturados. Enormes daños a bienes de uso público. Incendios y saqueos de supermercados que han afectado también a medianos, pequeños y micro empresarios.
Es el costo de la intransigencia de instituciones que se ven enfrentadas por primera vez al rechazo de la democracia directa. Casi todo un abanico de clases sociales enfrenta al Estado oligárquico. (Ojo: hay que cuidar esa amplitud social e ideológica). En el seno del movimiento se perfilan condiciones para reconstruir una Izquierda que esté a la altura de esta nueva época.
Apenas un 3,4 por ciento confiaría al Parlamento -la más desprestigiada de las instituciones-, la misión de redactar la nueva Constitución.
La intransigencia de las élites las ha metido en un atolladero. O abren paso a la Asamblea Constituyente o aceleran su propio derrumbe, comenzando por la renuncia del presidente de la República.
Las renuncias de mandatarios por revueltas sociales no son desconocidas en América Latina. Fernando de la Rúa en Argentina (2001) y Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia (2003) tuvieron que tomar ese camino.
También se obligó a dimitir a Otto Pérez en Guatemala (2015), Carlos Mesa en Bolivia (2005), Raúl Cubas en Paraguay (1999), Jorge Serrano en Guatemala (1993) y Fernando Collor de Mello en Brasil (1992).
No sería insólito que Sebastián Piñera también tuviera que hacerlo. Lo negó en una entrevista con la BBC de Londres. Sostuvo que terminará su mandato que aún no llega a la mitad del periodo. Pero el reclamo por su renuncia continúa atronando en las calles.
Si la movilización continúa, la permanencia del presidente se podría convertir en un tapón que sus mismos partidarios harían saltar. Hay que recordar que Piñera es socio del exclusivo club de los multimillonarios de este país.
Son los intereses de la oligarquía los que están en juego. Sus voceros admiten resignados que están dispuestos a sacrificar una pestaña de sus fortunas. Pero si la situación se pone color de hormiga, no tendrían remilgos en sacrificar al rey del tablero.
Por otra parte la táctica del gobierno para apagar el incendio social es un mayúsculo error pues condiciona al restablecimiento del ‘orden público’ la atención de los cambios estructurales que se demandan.
Esto ha significado incrementar las violaciones de derechos humanos que exacerban la indignación del pueblo. El Cuerpo de Carabineros ha sacado lustre a su tenebrosa fama y el gobierno, en los hechos, se está metiendo en un callejón sin salida.
En la confrontación que vive Chile la razón está del lado del pueblo. Y si la razón no es suficiente para imponer los cambios, la fuerza ocupará su lugar. Una alternativa no deseada. La inmensa mayoría quiere un tránsito pacífico y democrático a una fase superior de convivencia social.
La lucha por justicia, igualdad y dignidad es un torrente que rebasará cualquier dique que le cierre el paso.