El gobierno del presidente Sebastián Piñera está acabado. La calle revocó su mandato y exige su renuncia. En adelante la función de este gobierno se reduciría al gotario de concesiones que intentan calmar la indignación popular.
En el ofertón hacen fila los aumentos de salarios y pensiones, la reducción de los ingresos de parlamentarios, ministros y altos funcionarios públicos, la rebaja de precios de las medicinas, la congelación de las tarifas de electricidad, agua y peaje de las autopistas, y un rosario de otros parches curita para atacar el tumor maligno del modelo neoliberal.
La oligarquía, temerosa de perder sus privilegios, no quiere verse arrastrada por el descalabro del gobierno.
Alfonso Swett, presidente de la poderosa Confederación de la Producción y el Comercio (CPC) que gobierna Chile desde 1973, ya levantó bandera blanca para pedir una tregua.
Y a nombre del comité ejecutivo de la CPC dijo: ‘Tenemos que agrandar nuestros corazones con generosidad. Sabemos que tenemos que agrandar nuestras manos y meternos las manos al bolsillo y que duela…’.
Añadió que los empresarios llevarán a cabo diálogos con sus trabajadores para atender sus demandas tanto en materia de salarios como del endeudamiento de sus familias.
Cabe señalar que el endeudamiento es uno de los problemas más graves que afectan a los chilenos. Compromete el 73,3 por ciento del ingreso familiar. Los morosos superan los cuatro y medio millones. Una moratoria general y condonar las deudas usurarias con la banca será, sin duda, la prioridad de un próximo gobierno.
Si el presidente Piñera, representante de una derecha liberal crítica del terrorismo de Estado, quisiera aliviar la crisis que vive el país y facilitar el tránsito pacífico a una democracia con justicia social, debería abdicar. Su renuncia es una de las demandas principales que hace el pueblo junto con la Asamblea Constituyente.
Un gobierno provisorio podría de inmediato llamar a plebiscito para convocar a una Asamblea Constituyente, elegida por los ciudadanos, que elabore la Constitución democrática. La jugarreta en curso para dejar en manos del Congreso el poder constituyente, es una astracanada que el país no soportará.
Sin embargo, no todo es coser y cantar. El modelo moribundo aún tiene recursos para tratar de desmoralizar y frustrar la protesta. Una de sus mañas es dar largas al conflicto y llevarlo al agotamiento. El cambio de gabinete y la batería de concesiones obedecen a esta estrategia.
Otra maniobra en desarrollo es la guerra sicológica para crear miedo en vastos sectores ante los incendios y saqueos de bandas criminales que actúan con beneplácito policial.
Se busca aislar al núcleo fundamental del movimiento: trabajadores, jubilados y clases medias.
Casi cuatro millones de obreros constituyen la población activa (42 por ciento) que junto con las clases medias, funcionarios públicos y servidumbre doméstica, alcanzan una mayoría de casi el 70 por ciento.
Pero si esa enorme fuerza no permanece unida y no se dota de una dirección respetada, el funeral del neoliberalismo puede prolongarse. La lucha debe entenderse hoy como el enfrentamiento de todos contra el uno por ciento que ha saqueado el país durante 30 años.
La estrategia del cambio requiere gran amplitud y cohesión social.
Tenemos por delante una enorme tarea de construcción de fuerza social y política. El espacio de la cultura y las artes juega un rol vital en este reencuentro con la democracia.
Requerimos una revolución cultural para construir una sociedad distinta que respete los valores esenciales de la democracia perdida en 1973 y que sea capaz de dimensionarla a la nueva época de la humanidad.
La ejemplar y maravillosa reacción del pueblo contra los abusos y corrupción del sistema, exige soluciones de calado mayor. Nunca hemos estado tan cerca del cambio que nos permita alcanzar la democracia, igualdad y justicia por tanto tiempo postergadas.