Por Osvaldo Rodríguez Martínez
Desde Panamá miran con preocupación a Chile, pero además de lamentar o condenar la represión violenta, observan cómo se desmorona un paradigma de desarrollo a imitar por los centros criollos de poder económico.
Tácitamente lo reconoció un artículo del diario de derecha La Prensa, cuya primera línea se lamentó: ‘Se nos descuadernó el modelo’. Incluso destacó a ese país como un referente para múltiples conferencistas en América Latina al hablar de las políticas públicas y ponerlo de ejemplo positivo a seguir.
Un análisis reciente de las causas de la explosión social en la nación austral, publicado en un medio local, incrementó tales preocupaciones por constituir un retrato de la situación socio-político-económica de Panamá, encabezada por el triste récord de sexto país más desigual del mundo, por encima de Chile.
Hacer una nueva Constitución, o en su defecto realizar reformas a la actual carta magna, son opciones que exigen unos y prometen otros, pero solo el actual gobierno intenta concretar lo que los críticos llaman ‘parches’ a la ley primera, sin que el consenso favorezca tal acción. La opinión unánime es que en ello se juega el futuro del país.
La mayor marcha popular en los tiempos post invasión estadounidense (1989), que recuerdan los mayores, ocurrió el pasado 22 de octubre cuando una columna de 10 mil personas respondió a la convocatoria de la Universidad de Panamá (UP) para protestar contra las reformas a debate en el Parlamento, cuya redacción catalogan de antidemocráticas.
El detonante fueron dos artículos relacionados con la educación superior que Eduardo Flores, rector de la UP, llamó a rechazar en las calles y esto desencadenó una serie de manifestaciones de otras universidades y los obreros, con mayor presencia del Sindicato Único de Trabajadores de la Construcción y Similares (Suntracs).
Acusaciones de privatizar la educación superior e intentos por favorecer intereses alejados del bienestar de las mayorías, son la base de los reclamos populares que, en la medida de conocer modificaciones discutidas o aprobadas por los diputados, provocaron la descalificación del paquete constitucional y exigen su cancelación. Por su parte, la Asociación de Universidades Particulares negaron a Prensa Latina que ellos solicitaran financiamiento público, ‘porque siempre se han autogestionado’, y reafirmaron que apoyan la creación de un ente rector regulador de la educación superior, ahora en manos de las universidades públicas.
Ante tal negativa, Flores dijo al canal TVN que, si no fueron los centros privados, ¿quién entonces introdujo la propuesta de financiarlos y exonerarlos de impuestos?; esto incrementó las sospechas de qué intereses están detrás de las reformas.
Sobre el tema Wilfredo Peña, docente de la también pública Universidad Tecnológica, dijo al diario Panamá América que lo sucedido muestra ‘la corrupción que impera en el país’, en este caso entre empresarios inescrupulosos que comercian con la educación superior y diputados, afirmó.
‘La expedición de una ley marco aplicable a todas las universidades, sin distinción, permitiría suprimir los regímenes autonómicos de las públicas, los cuales han sido producto de la auto regulación y de las luchas de generaciones de universitarios’, escribió la profesora Anayansi Turner, en un artículo publicado en El Siglo.
Pero ni el compromiso de legisladores para eliminar los conflictivos artículos calmaron a los universitarios que exigen detener el debate, porque según ellos, las reformas en su conjunto no benefician al pueblo y en su elaboración no consultaron a los sectores populares, sino solo a determinadas élites.
Otro tanto piensa el ex candidato presidencial y líder de Suntracs, Sául Méndez, quien una vez más dijo a periodistas que ‘son un parche que en nada beneficia a la mayoría de la población, en este país dominado por el poder económico y no por el pueblo’.
Sin embargo, desde todas las tendencias ideológicas y sectores de la sociedad expresan que el futuro del país depende de cambios profundos, los cuales para unos están en el paquete de reformas, mientras los menos optimistas optan por una nueva carta magna como única vía para la transformación deseada.
En el argot político se habla de evitar el ‘gatopardismo’, es decir, ‘cambiar todo para que nada cambie’.