No procedía de ningún país árabe, era un ciudadano blanco estadounidense quien entró el domingo a la pequeña parroquia baptista de Sutherland Springs (Texas) con un solo objetivo: matar.
Vestido de negro y armado con su rifle Rueger AR, empezó a disparar fuera de la iglesia y siguió dentro. Le dio igual. Con su arma semiautomática segó 26 vidas e hirió a 20. Pocos salieron ilesos.
El asesino: un joven blanco de 26 años llamado Devin Kelley. Era un exmilitar despedido de la Fuerza Aérea, tras haber sido juzgado por una corte marcial en 2012 por agredir a su esposa e hijo. Fue sentenciado a 12 meses de confinamiento y recibió una baja por “mala conducta”.
Vivía en la periferia de San Antonio, una de las principales ciudades de Texas y ubicada a unos 50 kilómetros del lugar de la masacre.
Kelley se suicidó tras una persecución policial. A él le habían denegado el porte de armas en el estado de Texas.
Entre tanto, el presidente de EEUU, Donald Trump, asumió que en su país hay muchos problemas de salud mental. “Está claro que nos encontramos ante un problema de salud mental de alto nivel (…) que hay que abordar de manera seria, pero no es un problema de armas”, dijo.